PRÓXIMA ESTACIÓN: INICIÁTICOS

Érase una vez una pareja de mediana edad con espíritu viajero que se encontró uno en los ojos del otro. Por descontado esa pareja somos Nuria y el que escribe. Tan jóvenes y tan viejunos a la vez. En estos dos años y pico desde que la pandemia nos asoló a todos hemos realizado algunos viajes pero siempre respetando las normas o poniéndonos mascarillas cuando era menester.

Hoy quiero hablar de piedras y de agua, deseo recordar dos momentos iniciáticos en torno a la naturaleza y a su inmensidad. Justo dos semanas antes de la proclamación del Covid-19 como el nefasto rey del mundo que aún colea, en el puente de Andalucía de 2020 pasamos un finde largo en Antequera. Nos gustó mucho esa ciudad malagueña que no conocíamos. Uno de esos días quedamos con Cristina y Alberto, nuestros profes de tango gracias a los cuales nos conocimos (ahora son amigos íntimos a los que queremos con bendita locura). Venían con Pedro, el hermano de Cristina, y su mujer Ana; todos quedamos muy temprano en el Centro de Interpretación del Torcal de Antequera. Esa jornada, junto a un guía especializado, hicimos la antigua Ruta roja, nada que ver con «La Pasionaria» o Santiago Carrillo, sino con dos rutas conjuntas y complementarias, las de los Ammonites¹ y la del Laberinto kárstico². Fue una mañana preciosa con un sol radiante que nos acompañó todo el camino, rodeados como estábamos de un paisaje increíble. Nunca podríamos haber imaginado que hace millones de años los restos de los ammonites que contemplábamos asombrados vivieran sumergidos en todo su esplendor bajo el Mar de Thetys. Mientras recorríamos el laberíntico sendero pensaba para mis adentros: esta es la más pura iniciación del mundo, son sus orígenes. Somos unos privilegiados. Era hermosísimo el paisaje, la compañía, la confluencia de todo, sin embargo aún era más increíble creer que un dinosaurio pudiera estar observando, salvando el espacio temporal, cada uno de nuestros movimientos. En un instante en que el camino se hizo más angosto la oscuridad nos envolvió y al salir a la luz, tras un recodo, Nuria y yo estábamos solos, en un paraje completamente diferente. Lo primero que oíamos era el musical sonido del agua, agua por todas partes. Un salto en el tiempo físico y mental nos condujo al verano de 2021 a Alquézar, provincia de Huesca. Pueblecito con nombre de personaje literario de don Arturo Pérez-Reverte, con un encanto especial más propio del medievo que de nuestros azarosos días. Hacíamos el sendero de las Pasarelas del río Vero, una belleza natural miraras donde miraras. Nos encontramos con un argentino de Córdoba muy simpático con el que me bañé en una poza paradisíaca. Nuria no se atrevió por lo escarpada de la bajada, pero más tarde llegaría su gran momento. El camino discurría precioso, acuoso y rocoso, verde y marrón, hasta que alcanzamos casi el final. El sol pegaba fuerte, era mediodía, así que nos desviamos de la ruta por un caminito, el cual desembocaba en una zona del Vero que alguien nos había recomendado durante la mañana. Estábamos solos y Nuria llevó a cabo su iniciación, la de bañarse en un río por primera vez. Resplandecía con su sonrisa de felicidad. Ese sonido envolvente, ese recodo, ese agua fría tan reconfortante, ese viejo puente bajo el que nos bañamos juntos entre risas y ternuras permanecerá en mi memoria mientras tenga un hálito de vida. Fue un momento mágico que se ha quedado congelado en el tiempo, criogenizado, para cada vez que quiera volverlo a revivir hacerlo como lo hago ahora.

Es posible que el viaje más emotivo en el cine sea triple. Una auténtica delicia. Vivir es fácil con los ojos cerrados (2013), de David Trueba. Digo esto porque resultan ser tres viajes en uno, un paquete completo, un paquete Comansi. Tres personajes solitarios en busca de sí mismos se encuentran en el camino de la vida. Nada tienen que ver entre ellos. El chico rebelde que huye de su padre y de las normas establecidas por decreto, la chica embarazada que se aleja de gente tóxica que la asfixia para dirigirse a ninguna parte y el profesor de inglés que persigue un sueño, conocer a John Lennon en Almería, ya que en ese momento el beatle rodaba allí un film británico antimilitarista, Cómo gané la guerra (1967). Entre las tres personas se crea un vínculo muy especial, son seres que a pesar de estar rodeados se sienten solos e incomprendidos en una sociedad que los ahoga. De alguna manera están fuera del sistema aunque pertenezcan a él. Hacen un viaje al sur del sur, donde el mar nos hace sentir pequeños. Los tres riachuelos no van al mar para morir, como decía el poeta, sino para encontrarse con sus almas, purificarlas y así renacer. La terna de actores encabezados por Javier Cámara, Natalia de Molina y Francesc Colomer están de quitarse el sombrero. Desprenden complicidad, ternura, sinceridad y mucha emoción. Ramón Fontseré en un corto papel me hace comprender que el talento natural es maravilloso si se sabe utilizar en su justa medida. La música de The Beatles está presente todo el metraje. Hay dos momentos que me llegan especialmente: uno cuando el profesor consigue, tras muchas vicisitudes, colarse en la caravana del músico. En ese momento te conviertes en él mismo con su tembleque, con sus nervios de chiquillo, y el otro es cuando suena por primera vez Strawerry fields forever (una de sus estrofas iniciales da nombre al filme, uno se imagina a Lennon rodeado de campos de fresas por todas partes). Hay multitud de momentos pero esos dos son de los más bonitos que he vivido en una sala oscura. Pelos como escarpias y espinita dorsal de escalofrío.

Una belleza de canción en una voz sencilla

Como empleado de la por entonces Sevillana de Electricidad (la actual Endesa casi italianizada ya), mi padre podía apuntarse a una lista de espera para solicitar unos días de vacaciones veraniegas en alguno de los complejos dispuestos para las familias de los trabajadores. Había dos o tres lugares repartidos por toda Andalucía, y esa ocasión nos tocó en Órgiva, la capital de las Alpujarras granadinas. Eran mediados de los ochenta, quizá 1985. Tendría yo doce primaveras. Recuerdo muchas cosas como esa orografía alpujarreña tan diferente a lo visto hasta entonces, con esos bancales que aprovechaban el desnivel para los cultivos. Mis ojos contemplaron la hermosura de Granada y la Alhambra por primera vez. Hice muchos amigos, conocí lugares fascinantes como los pueblecitos de Pampaneira, Capileira y Bubión o me bañé en ríos helados y playas de piedras a las que estaba poco habituado. Sin embargo sobre todas las cosas, tengo nítida en mi memoria la cara de una chica. Se llamaba Cristina, era cordobesa. Rubia con ojos azules (ya empezaba yo a ser original en mis gustos, de Córdoba y con rasgos de centroeuropea, ¡vaya tela!), fue la primera chica que me llegó al alma. Me enamoré como se enamoran los chiquillos, pero no hubo nada que hacer. Era dos años mayor y ya tonteaba con chavales de su edad, me daba mil vueltas. Fue toda una iniciación a la universidad del romance. Optativa, cuatro créditos, suspenso. La historia de mi vida. Como le decía durante un paseo Pepe Sacristán a Fiorella Faltoyano en Asignatura pendiente (1977), «tenemos que recuperar en septiembre eso del amor que nos ha quedado en junio». Afortunadamente esa asignatura ya no me queda. Estudiando con aplicación he dado con la profesora oportuna. Un poco tarde según los cánones de esta sociedad que quiere que cumplamos unas etapas establecidas, pero eso ya no me preocupa. Cada día es algo nuevo para mí, resulta un reto maravilloso esto de convivir con la mujer que uno quiere, contando por supuesto con las partes buenas de una relación como con las que no lo son tanto. Sigo aprendiendo de Nuria, que como aquella Cristina del pasado me da también mil vueltas en cuanto al saber estar. A lo único que aspiro es a mejorar como persona junto a ella y a aprobar el examen al final de la vida, que no es poco.

«Me encanta el olor del napalm por la mañana». «Aquella colina olía a victoria». Son dos de las numerosas e inolvidables frases que un loco Teniente Coronel Kilgore cita en la más emblemática película sobre lo que significa un viaje iniciático que provoca el cambio interior en el personaje que se embarca en él. Hablo de Apocalyse now (1979), dirigida por el melómano, enólogo y operístico Francis Ford Coppola, que es una obra maestra indiscutible, se mire por donde se mire. El cineasta italoamericano se basó en la novela de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas, escrita a finales del siglo XIX. Esta se centraba en la época colonialista europea en África, concretamente en el Congo belga, donde denunciaba las brutalidades que allí se estaban cometiendo, en contra de la visión edulcorada, romántica y engañosa que hasta entonces se mostraba. La leí hace un par de años y tiene una fuerza narrativa extraordinaria, además de ser muy visual como todo lo del polaco, que por curiosidad diré que escribía en lengua inglesa. Es un escritor magnífico hoy injustamente olvidado. Coppola llevó la historia a su terreno, situando la acción en plena guerra de Vietnam. El Estado Mayor le entrega a un militar llamado Willard una misión muy clara: encontrar a Walter E. Kurt, un coronel que ha desaparecido en el corazón de la selva hace ya un tiempo (hay indicios que llevan a pensar que se ha vuelto loco), para a renglón seguido acabar con su mando, o sea, asesinarlo. Willard, interpretado de manera sorprendente por Martin Sheen, acepta. Está hastiado de la guerra, cansado de vivir. La suya resulta ser una misión suicida, un sin sentido, una huida hacia adelante. A medida que va remontando el río Nung en la barcaza llena de extraños compañeros de viaje, va dejando de creer en los de su especie. Se va encontrando con una fauna humana enloquecida, con situaciones más propias del infierno de Dante que de otra cosa. Los monólogos interiores de Willard son algo parecido a escuchar una canción de Tom Waits: rezuman poesía y lirismo a la vez que son oscuros y tenebrosos. Poseen grandeza de emperador pero también desprenden el mal olor de un borracho callejero con su bolsa de cartón a cuestas. Provocan un dolor intenso e interno que me conmueve. Hablando de música y como seguidor reverencial de The Doors, la mítica The end nunca estuvo mejor utilizada en una película. Estremecedor ese beginning and the end…

El principio del fin

Última estación: Lisboa y Berlín. En el terreno personal, a ambas capitales europeas las he visitado en más de una ocasión. En la ficción, cientos de veces. En mi cabeza, en un millón de oportunidades rememoré esos viajes. En esta pequeña historia de dos ciudades tuve la inmensa fortuna de ser invitado por personas muy queridas. En Berlín me acogió en su casa del barrio turco mi amiga Cecilia, en Lisboa los que me abrieron sus puertas fueron mi primo Manolito y Genoveva. Lo que hace que esas jornadas fueran iniciáticas, aparte de que las visitaba por primera vez, es que las circunstancias me llevaron a estar buena parte de ese periplo solo, debido a temas que ahora no vienen al caso. Me sentí muy bien siendo viajero, no turista, descubriendo dos urbes maravillosas, cada una con su idiosincrasia, a las cuales me iría a vivir con los ojos cerrados de par en par. Dos capitales que para nada lo parecen, ya que su ritmo vital es bastante tranquilo además de estar muy cercano a mi espíritu (o por lo menos son lo que necesitaría para calmarlo). Pongamos por ejemplo un día cualquiera: desayuno en mi espaciosa habitación, bajo al portal y desde la Baixa voy caminando hasta llegar al barrio judío berlinés con su cementerio helado, uno de los mayores de Europa. Paseo entre sus sombrías tumbas plagadas de hiedras, helechos y otras plantas trepadoras. Me estremezco con su pasado histórico y subo en el Elevador da Glória para deleitarme en el mirador de San Pedro de Alcántara, desde el que diviso la Puerta de Brandemburgo, con esa majestuosidad tan alemana. Me paro a almorzar a una hora temprana una rica sapateira acompañada de un par de Sagres en la Cervejaira Trindade, con esos azulejos portugueses tan bonitos que te transportan a otros tiempos. Con el estómago ya calmado desciendo al nivel del mar entre las obras del pavimento, donde veo montones de adoquines sueltos, adoquines que sólo se ven en Portugal. Aprovecho que no están los operarios, cojo un par y me los guardo rápido en el bolso de cuero, mientras llego a Unter Den Linden, por donde doy un largo paseo bajo los tilos. Llego al Castelo da Sao Jorge. Se me olvida todo contemplando el hermoso paisaje y me pego una carrera para pillar el tranvía 28 en el barrio de Alfama, desembocando en la Isla de los Museos entre chirridos, traqueteos y manivelas que giran los conductores. Me empapo de las diferentes culturas del mundo entrando por la Puerta de Ishtar; los ojos de Nefertiti me observan con curiosidad y escapo de ellos yéndome a la primera sesión de la Ópera Estatal de Berlín, donde me espera un Turandot futurista y ecléctico. No me gusta nada esa versión, por cierto. Con la música me ha entrado hambre, así que hago una merienda-cena en buena compañía en el corazón del Chiado con la intimidad de los fados evocadores del Café Luso. Aún con la saudade en el alma contemplo embelesado al atardecer la cúpula que Norman Foster diseñó para la rehabilitación del Reichstag. Como postre, nunca mejor dicho, me doy un homenaje paseando entre los árboles pelados del Krumme Lanke degustando un indeterminado número de Pastéis de Belém, con azúcar y canela en polvo, calentitos, ¡ummmmm!, con el fin de endulzarme una boca que empieza a helarse. Los gatos que pueblan Lisboa y los numerosos graffitis de Berlín me han salido al encuentro toda la jornada, acechando tras cada esquina. Amália y Pessoa invaden el aire lisboeta. El largo trozo de Muro de Berlín en East Side Gallery ha hecho que respire arte en libertad. Los olores de su mercado turco se me han quedado grabados. Y al final del día, cuando en plena madrugada salgo de una sesión de la Berlinale en plena Postdammer Platz, cojo un hatajo hasta la Praça do Comercio para despedirme del Tejo, de su desembocadura en el Atlántico y de esa urbe tan mágica que es Lisboa. Me llevo muchos más recuerdos y sensaciones de dos ciudades tan cercanas y distintas. No olvidaremos, ni mi corazón ni mis pies cansados.

P.d. Si habéis leído esto, sois la resistencia. Viajad, eso os hará libres…

Millones de años te contemplan

¹ Los ammonites son una subclase de moluscos cefalópodos extintos que habitaron en los mares desde el Devónico Medio (hace 400 millones de años) hasta finales del Cretácico (hace 66 millones de años). Ahora son fósiles con una excelente conservación.

² Por zona kárstica se entiende una formación en relieve originada por la meteorización química de rocas como la caliza, la dolomía o el yeso, compuestas por minerales solubles en agua, lo que ha provocado con el paso de los años la creación de formaciones únicas y sumamente originales.

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