GENTE CON MUY MALA LECHE ANDA SUELTA POR AHÍ
Una sonrisa como la del muñequito del whatsapp inunda mi cara. El malditismo y lo maldito quedan muy bien para la opereta, el cuento, los rockeros fallecidos a los 27 y el teatro del arte, pero para la vida real es poco práctico, este es un malditismo de andar por casa, de mesa camilla. Hablo sobre una cinta que idealicé durante muchos años que por fin he podido ver; con gran sorpresa y en contra de lo que suele suceder con las idealizaciones, me ha encantado. Para mí era una obra maldita por dos razones: primero por la frustración de su no visionado y segundo por ser un filme que va un poco a contracorriente de lo establecido, que te hace pensar en la filosofía de la moralidad, en lo que la sociedad considera bueno y en lo que considera correcto.
Una tranquila noche de sábado, recostado en el sofá de casa, debajo de una mantita blanca y de mi gato Platón, disfruté en su idioma original con subtítulos de El amigo americano (1977), una de las primeras obras del director alemán Wim Wenders que, para quien no lo conozca, fue uno de los renovadores en los 60 y 70 del por entonces acartonado y decaído cine germano, junto a autores de la talla de Rainer W. Fassbinder, Werner Herzog o Volker Schlöndorff. Cada uno tomó su camino y su estilo, pero juntos formaron el llamado nuevo cine alemán, mucho más importante de lo que se cree y a mi entender a la altura de la nouvelle vague francesa o el free cinema inglés.
En este caso se trata de la adaptación de una novela de la gran Patricia Highsmith, El juego de Ripley. La historia es cuanto menos curiosa: el de Düsseldorf ya había intentado llevar al cine otros escritos de la norteamericana como El grito de la lechuza o El temblor de la falsificación, pero siempre se encontraba con que los derechos de autor estaban vendidos. Patricia se enteró de que un pesado quería adaptar algo suyo; al momento lo citó en París, ofreciéndole el manuscrito de lo único que no había publicado aún, y este resultó ser la tercera entrega de la saga de Tom Ripley que poco después se convertiría en El amigo americano. Así empezó todo.
Estoy alucinando en colores mientras alunizo con mi nave sideral tras este viaje cinematográfico, sin necesidad de pastillitas de esas psicotrópicas, con una simple copa de tinto de la casa me basta. Sin duda alguna me ha parecido la mejor de todas las adaptaciones sobre el extraño, repulsivo y a la vez atrayente personaje de Ripley. Que yo sepa hay cinco: A pleno sol (1960) y El talento de Mr. Ripley (1999), basadas en la primera y homónima de la saga; Mr. Ripley, el regreso (2005), correspondiente a la segunda novela llamada La máscara de Ripley, y por último ésta de la que hablamos junto con El juego de Ripley (2002), que son adaptaciones de la tercera historia.
No sé cómo explicarlo pero este yanqui sin escrúpulos llamado Tom y apellidado Ripley desprende algo especial, esa maldad atrae como un imán, eso sumado a la emulsión del celuloide propio de los 70 hace que babee y se me pongan los pelos como escarpias. Resulta un trabajo muy artesanal y de bajo presupuesto, rodado en apenas seis semanas en Hamburgo, París, Munich y Nueva York. Aunque sabes en qué lugar se halla la trama en cada instante es como si formara parte de algo mucho más grande, más global, y a la vez más pequeño, más íntimo. En especial tienen mucho encanto los escenarios reales, hoy casi desaparecidos, del puerto de Hamburgo, con esas pintadas de la Baader-Meinhoff o los subterráneos y ascensores para pasar por debajo del río Elba, así como las calles de París y el metro elevado, un pequeño pero claro homenaje a la minusvalorada y olvidada El último tango en París (1973) (Wim y yo compartimos la misma idea). A pesar de ser muy diferentes en la temática ambas tienen un lazo invisible que las une: esa sensación de angustia vital y de pérdida de inocencia, de decadencia arquitectónica que impregna la piel de los personajes y traspasa sus poros.
Esa arquitectura física y a la vez espiritual es muy Edward Hopper: los edificios exentos y con alma propia nos están queriendo decir algo, los aeropuertos, las estaciones de metro, y sobre todas esas cosas planea lo esencial, que no es ni más ni menos que la soledad del ser humano en un mundo impío…la supervivencia de la moralidad en lucha con los obstáculos que la vida te pone por delante; algo que te supera pero a lo que tienes que hacer frente. Como si no pudiera escapar de una situación que no buscaba, el personaje de Jonathan Zimmermann está sometido a una presión que le lleva al límite. Su interior es una mina humana con patas a punto de explotar a cada paso y, sin quererlo, se va involucrando y sigue adelante, como los tiburones; de alguna forma, en mayor o menor grado eso nos ocurre a todos antes o después. Y durante nuestra peripecia vital se hace duro el camino, vaya si lo es.
Resulta muy curioso el contraste interno y externo. La fotografía es del también germano Robby Müller, con colores verde fosforescentes y amarillentos, ocres, que le dan a los escenarios fríos e impersonales un ambiente inquietante y desasosegante. La música de Jürgen Knieper sugiere a su vez ambientes opresivos y cargados; el contraste viene porque en muchos instantes la acción se desarrolla a la luz del día, como los buenos thrillers que quieren dar una vuelta de tuerca al género y lo consiguen.
Centrémonos en los personajes, los verdaderos protagonistas. De Ripley se ha hablado tanto… solo comentar que es alguien amoral y retorcido, pero atrayente; sutil y elegante, brutal en ocasiones, inclasificable en sus actos e inaccesible hacia sí mismo, resulta coherente e insustituible como un personaje grandioso. Siempre en las historias el mal nos subyuga mucho más que el bien, si está descrito de manera brillante resulta imposible de olvidar. Somos así de raros. La piedra angular es la extraña relación entre él y un ser humano, Jonathan Zimmerman, con el que nos identificamos desde el comienzo. El director logra que nos metamos en su piel y sintamos todo lo que le va ocurriendo, a pesar de que en nuestra vida no estemos habituados a esa situación límite en la que se encuentra y que desencadena la trama. Este punto es clave y muy típico de Highsmith, ya hacía lo mismo en Extraños en un tren, llevada al cine por Alfred Hitchcock en 1951. A lo largo de toda la saga nos plantea preguntas, nos hace hurgar dentro de nosotros mismos, rebuscando en nuestras oscuridades y miserias, en nuestras debilidades y soledades.
Dennis Hopper está extraordinario como Tom Ripley, con su maquiavélico rostro y su falsa pose de pasividad; tira la piedra y esconde la mano el muy bribón. Y luego está Bruno Ganz, que en ese 1977 fue un gran descubrimiento para el cine. Ya era un mito en el teatro alemán y dio un paso más. Sin ser muy prolífico todos estos años ha demostrado grandeza, es de esos que con menos dicen más. Austeridad de monje cartujo y precisión suiza de reloj de cuco presiden su modus operandi, sin embargo cuando el pajarito sale a dar la hora transmite de manera bárbara, la cámara lo adora, la química es evidente. Por último, un personaje muy interesante y misterioso es el interpretado por Nicholas Ray, introducido en el guión sin estar en el libro, aunque en realidad aparecía en otra novela anterior. Es el pintor Derwatt, creído muerto, que falsifica sus propios cuadros, un verdadero negocio para un marchante de arte tan atípico como Tom. Ese conejo que se saca el mago Wenders de la chistera no es más que una excusa para homenajear a sus dos directores favoritos: el propio Nicholas y Samuel Fuller, que también sale en un pequeño papel. Con Ray haría justo después un hermoso, poético y muy duro retrato de los últimos días de vida del director. Muy recomendable esa crónica de una muerte en directo llamada Relámpago sobre el agua (1980).
Hablando de directores, varios de ellos salen como actores en esta cinta, todos amigos de Wim: los ya citados Fuller, Ray y Hopper junto con Jean Eustache, Gerard Blain, Daniel Schmid y Peter Lilienthal. Curiosa e irónicamente los coloca como «los malos» del filme. Es el reverso tenebroso de los siete enanitos, todo muy retorcido.
Quería finalizar con dos paralelismos que acaban de asaltar mi mente; tras la magistralmente rodada y montada larga secuencia del viaje en ferrocarril (que se rodó tanto en estudio como en el interior de un tren), las escenas posteriores muestran lo duro que ha sido tanto para Zimmermann como para Ripley. Mientras el primero quema pruebas y se atormenta, el segundo empieza a hacerse selfies de manera compulsiva con una Polaroid, pero no con placer sino con dolor. Así me ha venido a la cabeza la escena de sexo de Monster’s ball (2001) entre Halle Berry y Billy Bob Thornton, donde no se disfruta, para nada resulta erótica, es más bien una liberación para ambos. Lo mismo les pasa a los dos hombres de esta historia, lo que ocurre es que expían su dolor en solitario. El otro paralelismo es el instante, muy desagradable pero clarividente, en que se conocen los dos personajes, a partir de ahí todo fluye y todo cambia. Recuerdo Match point (2005) de Woody Allen, cuando el profesor de tenis le gana la partida de ping-pong con un bolazo definitivo al personaje de Scarlett Johansson, a la cual acaba de conocer; desde ese instante la tiene en sus redes comiendo de su mano, ha comenzado el drama de un nimio detalle.
P.d. Si habéis leído esto, sois la resistencia…
Alan Smithee, jr.