Los primeros pétalos se disolvieron entre la lluvia y la sangre que brotaba de las heridas del pecho y el cuello desgarrado de Francis.
Una herida por cada flor arrancada al Sáhara. Una por cada sacrilegio, por cada mineral de hermosos cristales germinados en doradas arenas.
No fue la codicia la causa de su perdición. La casualidad le llevó a internarse en el polvo de tierras argelinas, donde una lluvia color ámbar lo sorprendió depositando sobre su cuerpo minúsculas partículas de una densa calima norteafricana.

Había oído hablar de la belleza de la rosa del desierto y quiso el destino que se detuviese en un punto equivocado por el navegador de su vehículo. De entre la bruma marrón claro surgieron las traicioneras sombras.
Desde algún minarete el muecín llamaba a la oración mientras su voz se perdía en el desierto, acariciando rosas de sangre sobre las dunas.