CRÓNICA DE UN AMANTE DE LA MÚSICA

Igual que la sangre lo es para Drácula, la música es la vida para mí. No sé que haría sin ella. Me ha salvado (y me salvará) de muchos malos rollos, además de tener la facultad de ponerme de buen humor. La escucho todo lo que puedo: en la radio de la cocina, en mi tocadiscos con los vinilos tan retros y sugerentes, en el coche camino de algún lugar, mientras escribo (en este preciso instante suena en Radio3 Vacaciones en Grecia de Francisco Nixon), en los diferentes conciertos a los que asisto y por supuesto, en el cine.

Podría hablar de la enorme y vasta cantidad de estilos que me enriquecen cada día, como el jazz, el flamenco puro y el tango arrabalero, el pop de los 80, la psicodelia de los 60 y 70, la música clásica y la ópera, el rock oscuro de The Doors, el reggae de Bob Marley, los cantautores y poetas de todos los tiempos que me emocionan y me comprometen, la morna caboverdiana de Cesaria Évora, el fado portugués de Amália Rodrigues…y por supuesto el mundo de las bandas sonoras. He pasado momentos inolvidables videando una película y dejándome absorber por la perfecta simbiosis entre imagen y composición, ya sea sinfónica o no. Yo soy más amante de las sinfónicas, sin duda alguna. Un buen tema ha de entrar en el momento justo, no ha de marcar lo que has de sentir sino deslizarse de manera suave, imperceptible, como una enorme sábana de seda que todo lo cubriera.

La música en el cine nació con los hermanos Lumière a finales del siglo XIX. En la exposición universal de París de 1900 hubo unos primeros intentos, pero surgieron problemas de sincronización entre imagen y sonido. Todo estaba inventándose y probándose sobre la marcha. Cuando el cinematógrafo empezó a comercializarse y se proyectaba en los Nickelodeon, poco a poco se fueron introduciendo acompañamientos con un pequeño piano y su teclista. Acto seguido aparecieron los discos de vinilo (llamados discos berlineses en honor a su descubridor, el inventor germano-estadounidense Emile Berliner), pero no acabó de cuajar. Surgieron nuevos inventos, hasta que con el nacimiento del sonoro (las llamadas películas habladas o taking movies) surgió la figura del compositor, que como otros oficios, con el tiempo fue siendo conocido y más tarde reconocido. Esos compositores de bandas sonoras realizaron una labor fundamental, creando tanto para el cine como para otras artes como la publicidad en radio y televisión; sin embargo a partir de los 70 esos mismos scores sufrieron un boom de ventas gigantesco en las tiendas de discos, iniciándose así una etapa en la cual esas composiciones se escuchaban también fuera de la sala. John Williams, Nino Rota, Jerry Goldsmith o Ennio Morricone entre otros tuvieron buena culpa de ello.

Algo creado en sus inicios para un lugar concreto traspasó el umbral de la sala cinematográfica, y hoy en día resulta normal usar la expresión «la banda sonora de nuestra vida» para referirnos a la música de cualquier estilo o tendencia que ha sido o es imprescindible en nuestro caminar por este mundo. Ocurren cosas muy curiosas. Por ejemplo muchos jurarán y perjurarán que la famosa Cabalgata de las valquirias fue compuesta para Apocalypse Now (1979) o que ese vals llamado El Danubio azul que suena mientras una enorme nave con forma de rueca surca el cosmos se creó en exclusiva para 2001: una odisea del espacio (1968), sin saber que ambos temas son obras maestras de la ópera y la música clásica respectivamente. O filosofando un poquito, que un tema ya comercializado con poco éxito se convirtiera tiempo después en fenómeno mediático gracias al estreno de una película, como le pasó al ¿Por qué te vas? de Jeanette cuando el bueno de Carlos Saura lo introdujo en Cría cuervos (1976).

En mi relación con el mundo de las B.S.O. hay muchas historias que prefiero llamar intrahistorias, por eso de no darles gran magnitud y así poder convertirlas en populares, a la altura de todos. Un momento mágico fue el otoño de 1995. Al concluir Braveheart (1995), me quedé como siempre relajado contemplando los títulos de crédito (no acabo de entender esa manía de las prisas y el síndrome del muelle en el culo por salir pitando al microsegundo de terminarse las imágenes, ¡qué pena de gente, de verdad!) mientras disfrutaba de la partitura de James Horner. En un instante, un coro surgió de la nada y me quedé extasiado, con la boca abierta y la «gallina en piel», como diría Johan Cruyff. Hace ya más de seis años que el bueno de Horner falleció en un accidente aéreo con tan sólo 61 años. La mala fortuna nos privó de un cuarto de siglo de bellas partituras y sutiles emociones.

Hablando de bocas abiertas, en el verano de 2008 asistí al que probablemente haya sido el concierto de mi vida en lo referente a la música de cine, al menos hasta ahora. Córdoba, finde completo. Exterior noche. Teatro de la Axerquía, preciosa construcción moderna en grada, al aire libre. De fondo, la Mezquita. Alrededor, más de 4000 personas alucinando en colores tanto como un servidor. Fue un concierto dedicado por entero al para mí mejor compositor español de veinte años para acá. Dicen que no son nada, Roque Baños. El de Jumilla, provincia de Murcia y tierra de buenos caldos, será un pelín tartamudo pero tiene más cosas que decir que muchos parlanchines patéticos que andan sueltos por ahí. Él mismo estaba presente para dirigir con su batuta a la Orquesta de Córdoba y el Coro Ziryab, llevarlos en volandas para interpretar esas maravillosas suites que impregnaron la calurosa noche andaluza y así erizarme cada bello vello de mi epidermis. Recuerdo con emoción los temas de Segunda piel (1999), Las trece rosas (2007), Salomé (2002) y Alatriste (2006). Todas las partituras las arregló especialmente para esa velada. Mientras se escuchaba la música, en una pantalla gigante se proyectaban imágenes o vídeos de las obras en cuestión. Fue un concierto larguísimo que se me hizo muy corto. Paradojas de la vida.

Domingos por la mañana en la Alameda vieja o en el parque González Hontoria de este Jerez nuestro. A finales de los 80 y primeros 90 salía con los amigos a dar una vuelta por el rastrillo, a ver si encontrábamos algo curioso más allá de mi afición a la filatelia, mas lo que esperábamos en realidad era el momento en que la Banda Municipal, dirigida por Paco Orellana, comenzara a interpretar sobre los templetes de Eiffel un variado repertorio de los clásicos del séptimo arte. Entre un cartucho de papas recién fritas, un refresco y unas pipas o altramuces, según gustos, sonaban acordes de Ben-Hur (1959), Lawrence de Arabia (1962), Desayuno con diamantes (1961), Doctor Zhivago (1965) o Lo que el viento se llevó (1939), por poner sólo algunos ejemplos. Ahí nos fuimos enamorando de esa música tan particular, con ese solecito de mediodía rozándonos la cara que daba gloria, la verdad.

Pegando un salto adelante, ¡alehop!, estamos en el verano de 2014. Mi amiga Ana Navarro y yo fuimos a El Puerto de Santa María a disfrutar del Bahía Jazz Festival, que todos los años se celebra en los jardines de las bodegas Osborne. La noche era hermosa, con un piano, un francés y el cine de Godard como tema. Conozco bien lo que es un piano y el cine de Godard no me entusiasma, pero no tenía ni idea de la existencia de Stéphan Oliva. Es un maestro que sabe tocar la fibra de los que amamos el jazz, y si está mezclado con el cine ni te cuento. Como un buen Bloody Mary. En este cóctel el zumo de tomate no sería nada sin el vodka y viceversa, a pesar de que solos tienen entidad propia juntos forman un tándem explosivo. Fue un concierto memorable. Como fin de fiesta va y se marca la nana de La semilla del diablo (1968), del malogrado compositor polaco Christopher Komeda. Con ese bis nos recorrió a todos un escalofrío por la espinita dorsal, vértebra a vértebra, nota a nota. El vasito de ginebra con hielo picado y un chorrito de sirope de arce que nos ofrecieron al entrar hizo el resto. Cerrad los ojos y dejaros llevar…

Continuando con el jazz, contaros que en mi persona siempre ejerció una influencia importante. He ido a innumerables conciertos de Rising stars celebrados en la plaza de las Marinas, he visitado festivales de verano en la sala Compañía, el Alcázar, el museo de la Atalaya, o me he desplazado al mismo Puerto, Cádiz o Sanlúcar de Barrameda. He gozado de esa música libre, a veces profunda, a veces melancólica, otras salvaje, desprejuiciada. Y he tenido y tengo un maestro que me acompaña allá donde vaya. El gitano belga Django Reinhardt, que a raíz de una desgracia personal a corta edad sólo tenía activos tres dedos de la mano izquierda. Eso no le impidió aprender su gran pasión, la guitarra, pero hizo que la tocara de una forma peculiar, tanto que se convirtió en su sello inconfundible e intemporal que lo colocó en los altares del jazz manouche. Ya con cierta experiencia creó con el virtuoso violinista Stéphane Grappelli el archiconocido Le Quintette du Hot Club de France, con el propio Grappelli al violín, Louis Vola al bajo y un trío de guitarras con Roger Chaput, su hermano Joseph Reinhardt y él mismo como líder. Tocaron por todo el mundo, especialmente en Francia y Estados Unidos. Escucharlos es una experiencia maravillosa, te entran ganas de vivir. Sus temas han sido utilizados multitud de veces en la gran pantalla, en especial por Woody Allen, un enamorado del jazz clásico y primigenio. Sin ir más lejos le dedicó una de sus obras, Acordes y desacuerdos (1999). Animo a los que no la hayan visto que lo hagan. Es deliciosa y muy divertida, con música llena de swing que enmarca una época y unos personajes extravagantes que te arrebatan el corazón.

Lo que viene ahora es muy friki, para qué voy a negarlo. El colosal concierto que se organizó en el Palacio de Deportes de la Comunidad de Madrid en marzo de 2010 ¡Vaya ambientazo! Allí nos encontramos todos los amigos que solíamos reunirnos en los festivales de Úbeda o Córdoba. Star Wars en toda la extensión de la palabra. Los seis episodios filmados hasta entonces en un increíble espectáculo de color y luz, las fanfarrias conocidas mundialmente y la intimidad de los temas más suaves, más románticos, sonando como nunca en directo. Disfruté como un ewok en el bosque de Endor.

Ya estando junto a Nuria podría nombrar muchos instantes emocionantes relacionados con la música, pero me quedaré con dos, en este caso muy recientes. En este julio de 2021 nos acercamos a nuestra amada Vejer de la Frontera para ver, a la luz de las velas y en el singular entorno de las murallas de la Segur, a una maña con mucho salero: Carmen París dio un recital de categoría, con sentido del humor, grandes canciones y una voz portentosa que tocó todo tipo de registros. Charlamos un poco tras el concierto, es un encanto de mujer. Y el segundo recuerdo tiene que ver con nuestro viaje a tierras mañas, precisamente, allá por agosto. Tras haber comprado la entrada por internet con bastante antelación nos presentamos el día 18 en Sabayés, un pueblecito cerca de Huesca capital, para integrarnos con el espacio Salto del Roldán. Dentro del festival SONNA (Sonidos de la Naturaleza) pudimos ver en ambiente campestre al grupo Marlango en toda su pura esencia. Rodeados de incondicionales gozamos de manera relajada y a la vez emotiva del dúo formado por Leonor Watling y Alejandro Pelayo, dos grandes de nuestra música no suficientemente reconocidos en mi opinión. La velada nos encantó pero lo mejor vino después. Queríamos saludarlos si era posible tras la actuación pero parecía imposible acceder a ellos. Cuando nos íbamos algo decepcionados de vuelta al coche, una chica de la organización se apiadó de nuestras almas, les comentó de dónde veníamos y ellos súper amables nos recibieron en el camerino. Departimos varios minutos de forma natural y amigable. Nunca olvidaré esos instantes en los que unos artistas con tanto talento fueron tan cercanos con nosotros. Gracias Leonor, gracias Alejandro, nos hicisteis felices por partida triple. Nos demostrasteis la humildad y sencillez que les falta a muchos.

Vellos como escarpias

P.d. Si habéis leído esto, sois la resistencia…

*Homenaje a los músico-humoristas argentinos, son muy grandes y los he disfrutado en directo.

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