UNA HUIDA HACIA ADELANTE

Me asalta una vaga sensación. Mejor que sea vaga a que se haya perdido en el limbo de instantes olvidados. Recuerdo recoger a compañer@s de facultad en la RENFE y tirar para el González Hontoria. Comprar bocatas y algo de beber por allí cerca y entrar en Ifeca. Risas y expectación. Estoy seguro de que aquella fue la primera vez que lo vi en directo, presentaba el disco Esta boca es mía. Era 1995 y el verano circunvalaba por nuestras venas camino del corazón. De teloneros, nada menos que Los Rodríguez. Del ala de un ángel y de tres infiernos con diablo dentro reinaba, como un huevo Kinder a medio caducar, Joaquín Sabina.

Fue inolvidable, tanto como el olor a porro que naufragaba entre el público, mientras que en el escenario el jiennense y Andrés Calamaro se liaban uno entre sorbo y sorbo de cerveza. Hubo maravillosas canciones esa noche, mucho más hermosas y más profundas. Pero una de las que cantó el de Úbeda me llegó al alma y me erizó la piel, seguramente por las ansias y la pasión por la vida que siempre me han caracterizado. Fue Más de cien mentiras, que me sobrecogió por esa letanía cantada que era más bien un deseo, un recitado de muchas de las cosas por las que merece la pena ser humano, por las que respirar, contemplar y escuchar resultan toda una gozada y una fiesta, para al anochecer meterle mano a la vida y bailar hasta que el mundo se pare.

Esta crónica, no de una muerte anunciada aunque el tema se preste, no pretende herir sensibilidades. Sólo quiero expresar ideas que me pasan por la cabeza, estén o no erróneas, para luego pasarlas al papel y así ordenar mi mente. Ser honesto conmigo mismo y con vosotros, sufridores de la palabra que sale de mi interior. Sé que es un propósito utópico, puesto que el listón de mi autoexigencia es siempre alto, pero se intenta. Sé que habrá personas que me tildarán de frívolo, pero nada más lejos de mi intención. Una cosa tengo clara, jamás se debe realizar una actividad artística pensando que has de gustar a todos. Es imposible y absurdo pretenderlo. No existe la objetividad, hay tantas subjetividades como personas juzgan tu obra. Simplemente no pude evitar escribir sobre este filme, una sorpresa de veras mayúscula. No tenía idea de la existencia de esta pequeña película de animación francesa. Y al no conocer nada, el golpe del shock es demoledor, como cuando en un ring recibes un gancho de izquierdas en los primeros compases de un combate. A partir de ahí ya no sabes por donde te viene la paliza.

La idea de hablar sobre este escabroso tema me surgió en pocas horas. Escuchando una mañana Radio 3 me enteré de que el número de suicidios en España se había incrementado este último año. No me llamó demasiado la atención dado la que está cayendo en el mundo (y ahora en este 2020 no me quiero ni imaginar). Me hizo pensar cuando esa misma noche vi Le magasin des suicides (Tienda de suicidios) (2012), e imaginando que era una especie de señal, me puse a ello. ¿Por qué no hablar de algo considerado tabú y peligroso, algo de lo que no se hacen eco las noticias?

Se trata de una rareza francesa dirigida por el olvidado Patrice Leconte, uno de los mejores directores de su generación, del que había perdido la pista por completo. Todos recordaréis El marido de la peluquera (1990), esa maravillosa y tierna declaración de amor a su infancia, pero amigos, que el árbol no os impida contemplar el bosque en toda su belleza. Tiene también un ramillete de hermosas, poéticas, heterogéneas y emocionantes obras como Monsieur Hire (1989), La chica del puente (1999), La viuda de Saint-Pierre (2000) o El hombre del tren (2002). Un artesano parisino acostumbrado a desayunar croissants y cenar baguettes, y un ejemplo de que ser popular y comercial no está reñido con historias inteligentes, que te hagan pensar y emocionarte. Hace más de una década que no sabía de él, y me alegro de este cambio de rumbo. Animación + un tema incómodo, y el tipo sale con nota de la prueba. Pequeña y negrísima delicia musical que el propio Rafael Azcona hubiera firmado. En este caso Leconte adapta la novela de Jean Teulé. En ella nunca se frivoliza con el suicidio. Se ríe de él en su propia cara. Aún hoy sigue siendo un tema tabú en nuestra acomodada y adormilada (con cloroformo) sociedad de consumo.

Mi relación con esta oscuridad que el mundo de la psiquiatría aún no ha podido iluminar es afortunadamente tangencial, aunque me ha afectado, lo reconozco. He sufrido y lo sigo pasando mal con alguien a quien quiero muchísimo y con la que he compartido numerosos y buenos momentos que espero continúen en el futuro. Crucemos los dedos.

Enlazando con esto, John Lennon decía: el amor es la respuesta y tú lo sabes muy bien. Y yo completaría la frase con El humor es la salvación del ser humano. Sin él, hace tiempo que el planeta se hubiera ido por el desagüe. Para mí hay que reírse de casi todo, siempre con matices (en Andalucía somos especialistas, pero no todo vale, señores, se confunde la libertad con el libertinaje). Con el humor se naturaliza la situación y dentro de lo que cabe «se le quita hierro al asunto». Sirve para crearnos un escudo protector, además de ser signo de inteligencia.

El francés nos muestra un mundo donde las personas se suicidan en plena calle, a la vista de todos. Un mundo gris, frío y deshumanizado donde las autoridades, cual si fuera un Pilatos cualquiera, se han lavado las manos y miran para otro lado. Las caritas del personal son todo un poema, pero aquí viene la negrura de la historia: hay una luz entre tanta tiniebla, una tienda donde se suministran todo tipo de artículos para quitarse de enmedio. Sogas, navajas, venenos varios, cuchillas de afeitar…y siempre está a rebosar, con un trato personalizado y donde no se fía (je,je,je). La cosa tiene miga pero también sus motivos, ya que en el tono general nunca se hace apología del suicidio, éste se utiliza como vehículo para dar más sentido a la vida. Un poco retorcido sí que parece, es como llegar a la quietud y a la salvación del alma a través del dolor (tiene puntos en común con ese momentazo de los Monty Pythons y su Always look on the bright side of life).

La familia que regenta este peculiar establecimiento está compuesta por el patriarca Mishima (tiene gracia el nombre y la retranca del autor), su esposa embarazada y sus dos hijos. Entre todos no suman una sonrisa ni aunque Chiquito de la Calzada les cuente uno de sus chistes. Entonces se produce el milagro. La mujer da a luz y tiene un crío ¡que ríe y sonríe! ¿A quién habrá salido? ¿Y tú de quién eres?, que cantara Pepe Begines. Pasan los años y la familia no se acostumbra. Intenta quitarle al niño «esa fea costumbre», pero no lo logran. El joven Alan sigue en sus trece de ser feliz y luminoso, hacer dichosos a los que tiene alrededor, y como no entiende el mundo de sus progenitores decide, con la ayuda de unos amigos, torpedear la base de flotación: mediante un ardid primero engatusa a su hermana mayor para luego destrozar con métodos del siglo XXI un negocio creado en pleno XIX, en 1854 concretamente.

El cambio producido en toda la familia (excepto con el hierático Mishima) es tan de vuelta de calcetín como poco creíble, mas resulta efectivo. Las canciones que trufan los escasos ochenta minutos de metraje no van a pasar a la historia de los musicales pero se resuelven muy bien, y la propia animación recuerda a otras allende los Pirineos. No es nada clásica sino de trazos y dibujos vanguardistas y sumamente originales. Pienso en los creadores de Bienvenidos a Belleville (2003) o El ilusionista (2010), y a otras cintas poco convencionales pero hermosísimas como Kirikú y la bruja (1998), Azur y Asmar (2006) o la más reciente Dililí en París (2019). Casi todas ellas he tenido la fortuna de disfrutarlas en pantalla grande, y en muchos momentos me quedaba con la boca abierta por la sorpresa, con la piel de gallina a causa de la emoción o las lágrimas brotaban de mis ojos porque Stendhal y su síndrome me habían llegado al alma.

Para terminar, afirmar con gran alegría que Le magasin des suicides realmente es un canto a la vida y no a la muerte, en contra de lo evidente, por eso me hacen gracia esas críticas negativas comentando que si no tiene mensaje, que si es de dudosa moral… paparruchas. Los que lo afirman no la han entendido. Más claro no puede ser el mensaje, a pesar de ser algo facilón. No es redonda pero se deja ver muy bien y tiene su puntito. Por cierto, me fío de Patrice tanto como me fío de Leconte. Contigo al fin del mundo, franchute.

Un memorable pensamiento en voz alta

P.d. Si habéis leído esto, sois la resistencia…

Alan Smithee, jr.

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