DOS MANERAS DE ENTENDER EL CINE

Lo del cisma del título me recuerda la fecha del 11-S. A todo el mundo le viene a la cabeza la del año 2001 y las Torres Gemelas. El mundo cambió, nada fue igual, se perdió la inocencia y todos esos titulares que rellenaron periódicos y periódicos. Sin embargo nadie, absolutamente nadie, piensa en 1973. Lo que sucedió ese día fue terrible. El asalto al Palacio de la Moneda en Santiago de Chile. Por la fuerza de las armas los militares comandados por un monstruo llamado Augusto Pinochet y auspiciados por los yanquis (go home), derrocaron al electo y prometedor dirigente de izquierdas Salvador Allende, provocando su muerte en extrañas circunstancias, dando así un vuelco a la historia moderna de ese país tan especial que es Chile. De ese 1973 sólo se acuerdan Ken Loach y algunos nostálgicos. Para mí, visto a posteriori y con perspectiva, supuso un golpe tan importante a la democracia como el brutal ataque terrorista de Nueva York. Mi pensamiento es posible que sea políticamente incorrecto, sin embargo es lo que siento. Pues algo similar ocurre con el cisma del cual pretendo hablar hoy. Nadie que yo sepa ha reparado en él.

Seguro que sabéis que hubo un cisma religioso a finales del siglo XIV que provocó la separación de la iglesia europea en dos mitades: una parte fue liderada por un Papa en Avignon y la otra tuvo su sede en Roma. Tras este breve repaso de Historia pasemos al cine, con el cual deseo enlazarla. El que llamo segundo cisma de Occidente ocurrió hace poco, al final de la década de los 60 del pasado siglo. Todo comenzó unos veinte años antes, cuando los personajes de este culebrón afrancesado se conocieron en un modesto festival de cine en las postrimerías de los 40. Hablo de François Truffaut y Jean-Luc Godard. Los dos venían de mundos terriblemente opuestos. Godard era de familia acomodada, deportiva y sin problemas aparentes mientras que Truffaut tuvo en cambio una infancia dura y una adolescencia conflictiva, no fue nada querido por sus padres, criándose buena parte de esa época con sus abuelos. Sin embargo ambos eran apasionados del cine y ya hacían sus pinitos como críticos. François incluso fundó un pequeño cine-club que fue muy bien. Al conocerse, se entendieron enseguida. Les gustaban las mismas películas, tenían similares inquietudes. Se habían empapado de los grandes autores y ellos mismos se autodenominaban «los niños de la Cinémathèque».

Pasaron años compartiendo vivencias tanto personales como profesionales. Poco tiempo después de crearse la mítica Cahiers du Cinema a comienzos de los 50 fueron contratados por su fundador, André Bazin, con el fin de insuflarle a la revista un soplo de aire fresco. Los dos jóvenes coincidían en un estado de profunda irritabilidad cuando hablaban del inmovilista cine francés, con sus temas rancios y acartonados, los turbios asuntos administrativos, en definitiva, contra la vieja guardia. Jean Renoir y Jean Vigo eran una excepción a la regla, una suerte de dioses. Como puntas de lanza Truffaut y Godard lideraron un grupo de jóvenes críticos que con el tiempo serían el germen de la archifamosa Nouvelle vague francesa: Eric Rohmer, Agnés Vardá, Jacques Rivette, Alain Resnais, Claude Chabrol…todos ellos derribaron la puerta de una patada, rompiendo los esquemas preconcebidos con sus obras novedosas y valientes, además de provocar una tremenda conversión, una profunda catarsis. Abrieron igualmente los ojos de muchos que veían a determinados cineastas como simples filmmakers y los subieron a los altares de la autoría cinematográfica. Alfred Hitchcock, Howard Hawks y Samuel Fuller son los que recuerdo en este instante.

Entre críticas y cortometrajes la década de los 50 fue caminando por senderos seguros para nuestros dos protagonistas, hasta que esa generación talentosa, subversiva e intelectual decidió arremangarse, ponerse manos a la obra. Admiradores de Roberto Rossellini y el neorrealismo italiano, los apodados «jóvenes turcos» encendieron la mecha y la bomba explotó. Ellos solitos dinamitaron los cimientos del cine patrio, tanto en su forma como en su fondo. Aspiraban a la libertad de expresión, mas también perseguían la libertad técnica en el complejo mundo de la producción fílmica. El cine de autor como tal había comenzado en Europa. André Malraux, recién elegido Ministro de Cultura por Charles De Gaulle en 1958, tuvo mucho que ver, impulsando una legislación favorable a los cineastas noveles. Primero apoyó a Truffaut contra viento y marea para que su ópera prima fuera la representante nacional en el Festival de Cannes del año siguiente. Los cuatrocientos golpes (1959) supuso el pistoletazo de salida al nuevo movimiento. Ese mayo del 59 François triunfó en campo contrario, por así decirlo, ganando el premio al mejor director. Cito esto último porque el año anterior había criticado con severidad al propio festival. Hiroshima, mon amour (1959) de Alain Resnais igualmente obtuvo un éxito enorme.

A partir de ese momento Truffaut y Godard crearon una fructífera carrera simbiótica, con obras de gran originalidad y llenas de innovación. En el caso de Godard fue más que evidente, mientras que el humilde parisino siempre fue de corte más clásico. Durante buena parte de los 60 se fueron retroalimentando con proyectos conjuntos de largometrajes, documentales, artículos, ruedas de prensa…eran como el águila bicéfala de un escudo de armas en pleno apogeo de una familia de abolengo, aunque cada uno con su estilo inconfundible.

Y llegó el momento clave, llegó 1968. André Malraux destituye a Henri Langlois, director y fundador de la Cinémathèque francesa, por acusaciones de variada índole. El mundo del cine se levanta en armas. Manifestaciones públicas tanto del audiovisual francés como de parte de cineastas extranjeros fueron capitaneadas por el ínclito tándem, propiciando que se restituyera a Langlois en el cargo. Ahí el águila aún continúa unida.

El cine por tanto se adelantará tres meses a las archiconocidas protestas estudiantiles de mayo del 68. Ese mismo mes durante el Festival de Cannes todo comienza a resquebrajarse. Hay divergencias entre los directores presentes en la forma de apoyar a los estudiantes. Se decide no proyectar. Se interrumpe el festival. Milos Forman, Roman Polanski, Louis Malle o nuestro Carlos Saura entre otros se suman a las protestas. Pero es la manera y el pensamiento interior de Godard y Truffaut ante esta situación límite, cómo reacciona cada uno, lo que empieza a distanciarles.

Godard se radicaliza y su cine pasa a ser de marcada tendencia política, adhiriéndose al movimiento maoísta, mientras que Truffaut sigue realizando una obra llena de amor por el séptimo arte que le ha salvado literalmente la vida. Él mismo comentará en varias ocasiones que de no ser por el cine se hubiera convertido en un delincuente común, y a saber dónde hubiera acabado…Godard rechaza la manera convencional de rodar y hace lo que llama «películas revolucionarias para audiencias revolucionarias». Truffaut sin embargo hace un cine poético, lleno de vitalidad, de reflexión sobre el amor, la madurez y el paso del tiempo. Una obra donde demuestra un profundo respeto y admiración hacia la figura de la mujer.

Para mí François Truffaut es el cineasta humanista por antonomasia, heredero directo del gran Jean Renoir. Si alguna vez se le pasaba por la cabeza utilizar el medio cinematográfico como arma arrojadiza y politizarse, decía esto:

«Cuando me ocurre a mí, pienso en Matisse. Sobrevivió a tres guerras totalmente intacto. Muy joven en la de 1870, demasiado viejo en 1914, mientras que en 1940 era un patriarca. Murió en 1954, entre las guerras de Indochina y Argelia. Las guerras para él fueron hechos triviales. Los centenares de lienzos eran lo importante. ¿Arte por el arte? No, arte por la belleza, siempre para los demás. Arte que consuela.»

Aunque este artículo parezca simple información a raíz de mis experiencias, lecturas y visionados de ambas filmografías (reconozco que he visto mucho más Truffaut que Godard), no lo es en absoluto. En todos los ámbitos de esta vida hay que posicionarse, y lo hago con claridad. Me pongo del lado de François Truffaut. Soy mucho más cercano a su sensibilidad, más proclive a su visión del mundo. Es una obra muy literaria trufada de emoción y pasión. Se fue reinventando en cada época, siendo coherente consigo mismo y con su alrededor. Fue creciendo con su alter ego, el actor Jean-Pierre Léaud. Lo acogió bajo su manto protector en su ópera prima Los cuatrocientos golpes y con el personaje de Antoine Doinel fue madurando década tras década, película tras película. Léaud intervino en filmes de ambos autores, debatiéndose entre papá y mamá, por así decirlo. De alguna manera fue el pegamento que unió toda la vida a Jean-Luc y a François, aunque el jarrón se rompiera en mil pedazos y ya nada fuera igual.

Aquí no estoy para desmenuzar la carrera de ninguno, no es el momento. En otra ocasión que espero sea pintiparada escribiré sobre Truffaut. El cisma fue triste, pero los dos forman parte fundamental de la historia del cine. Marcaron un antes y un después, siguen estando vigentes, son modernos y actuales. Muchos de los de su época se han quedado viejos, tanto como los que criticaban en su momento.

Por último, sólo quisiera recordar a alguien que no conozco en persona y que me regaló su libro sobre François Truffaut hace unos años con una hermosa dedicatoria. Se llama Luis García Gil, es escritor y tengo unas ganas locas de conocerlo. Cristina y Alberto harán lo posible, seguro. Por cierto Luis, libro maravilloso acerca de alguien irrepetible. Gracias por el detalle, algún día será nuestro día. Los amantes del buen cine sabemos esperar nuestro momento, nuestra secuencia de vida.

Me llamo Aute, Luis Eduardo Aute

P.d. Si habéis leído esto, sois la resistencia (francesa)…

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