Aquella tarde las sombras se alargaban perezosamente sobre toda la extensión del Campus de Jerez de la Frontera, derramándose sobre su superficie de forma reticente, como si no quisieran alcanzar el horizonte donde habrían de morir con el Sol. La Luna tomaba posición sobre el frío cielo de enero empujando al debilitado astro que se batía en retirada, sin fuerzas ya.
La humedad se suspendía en el ambiente cuando no se depositaba sobre los bancos, los adoquines que conformaban el suelo, la falsa pimienta y algún que otro vehículo abandonado en el parking ese mismo día por estudiantes y profesores que quizá a última hora habían decidido acompañar a pie a fugaces amantes.
A esa hora, de forma imperceptible para quienes en ella daban por concluida su jornada de estudio, en los anaqueles de la Biblioteca, estaba fraguándose una terrible revolución. La más absoluta quizá de las transformaciones que en la historia y el saber del hombre se habían producido hasta entonces. En aquellos momentos, en los estantes de aquel recinto tranquilo por norma general a esas horas, bullía una increíble y frenética actividad. Los textos estaban experimentando un insólito cambio. Abandonaban su estado sólido y se licuaban pasando de unas páginas a otras desplazando todo tipo de sustantivos, adjetivos, verbos y adverbios, amén de algunos pronombres sobre todo personales. Pronombres y nombres propios de personajes especialmente significativos y comprometidos de la historia de la literatura, la ciencia, la política…
Oraciones que desde hacía siglos habían sido escritas en pasiva cambiaban de forma verbal y de sujeto y adquirían una vertiginosa actividad; subordinadas que se desprendían de toda suerte de relativos y proclamaban una insólita independencia…
Actores secundarios asaltaban sigilosamente escenas que no les correspondían y tomaban decisiones drásticas y dramáticas sobre tramas concebidas para el lucimiento de grandes estrellas. Personajes que hasta aquel momento habían permanecido fieles a los escritores actuaban de forma súbita por su cuenta, y sin respetar ningún tipo de derechos de autor lanzaban al mundo un curioso manifiesto revolucionario. Si el hombre no era capaz de respetarse a sí mismo, si a cada paso que daba elegía la autodestrucción, la insolidaridad, la barbarie, ellos decidían que no iban más allá y renunciaban a serles fieles. No serían nunca más soporte de su historia, su presente y sus sueños de futuro. El conocimiento, la filosofía, el teatro, la poesía… comenzaban un viaje sobre el papel que haría del hombre un ser huérfano de conocimiento en el futuro. Un huérfano quizás desde aquel preciso momento en el que entre el papel de aquella biblioteca, el grito tanto tiempo silenciado había sido por fin desencadenado.

Los volúmenes más afectados estaban siendo las grandes enciclopedias. Así, a la mañana siguiente, alertado de lo que acontecía en la Biblioteca, un erudito acudió espoleado por la curiosidad a un artículo de la Encyclopedia Britannica donde bajo el apartado Lautrec; Tolouse, se narraba la trágica historia de un artista loco que decía ser rey, y que había sido asesinado a manos de una corista de la que se había enamorado perdidamente. El arma del regicidio, unas bragas de fina lencería blanca.
Conscientes de la hipocresía y la represión que la religión había producido desde siempre, los libros se ensañaron especialmente con los textos y los lugares sagrados. De hecho, se borraron toda suerte de referencias al Santuario de la Kaaba, el Muro de las Lamentaciones y la Basílica de San Pedro.
Así, en una céntrica parroquia de la ciudad el Domingo siguiente a la proclama revolucionaria se armó un revuelo tremendo cuando el cura, al leer las Sagradas Escrituras comenzó a mezclar las referencias al Antiguo Testamento con fragmentos de uno de los últimos premios de literatura erótica que para sí hubiesen querido los habitantes de Sodoma y Gomorra. Alarmado, desconcertado, el párroco pidió disculpas a la feligresía por lo que creía que había sido un sabotaje del monaguillo que le tenía cierta ojeriza, se retiró a la sacristía y allí interrogó de forma severa al pobre niño que entre sollozos le juró una y otra vez su inocencia. Tras examinar detenidamente el ejemplar de la Biblia que acababa de leer durante la misa el religioso concluyó que era el mismo que le habían regalado cuando era seminarista.
Por su parte, un señor que rebasaba la frontera de los ochenta años y que había pertenecido al Opus Dei desde su creación, no pudo soportar tamaña falta de respeto hacia sus sentimientos religiosos e intentó agredir al cura con un candelabro de plata del siglo XVII. Al no poder alcanzarlo en la cabeza, se frustró tanto que tras pasar la noche en vela, murió a la mañana siguiente. Aquella fue la primera víctima mortal, aunque no la única, de la revolución de los libros.
Si fue mayúscula la sorpresa que aquel fenómeno había producido en múltiples ámbitos de la sociedad, supuso en realidad bien poco habida cuenta de lo que le siguió al cabo de dos días. En otro golpe de efecto más devastador aún los textos tomaron al asalto el ámbito cibernético y atacaron no solo internet, sino todo tipo de registros y soportes digitales entre los que por supuesto no fueron respetados los libros electrónicos.
Catedráticos, doctores, personal docente en general, amén de miles de estudiantes intercambiaron en los días que siguieron al comienzo de la sublevación de los libros, comentarios en las redes sociales, a través de urgentes y frenéticos correos electrónicos y en todo tipo de reuniones y claustros, mensajes de estupefacción ante lo que parecía a todas luces un monumental sabotaje.
Informativos y prensa de todos los rincones del mundo se hicieron eco en sus portadas del curioso fenómeno desencadenado en la frontera con el continente africano.
Las autoridades, tanto académicas como estatales a nivel internacional no dudaron en suplicar ayuda a todo tipo de expertos informáticos y hackers a pesar de que la raíz de aquel fenómeno se encontraba sin ninguna duda en terrenos no sólo cibernéticos. El ataque, como bien quedó patente en aquella biblioteca universitaria del sur de España donde todo se originó, no se limitó a lo que habría podido considerarse como un letal virus digital. El papel fue afectado, quizá de forma simbólica y con el objeto de que la conmoción fuese la mayor posible, en primer lugar. Aquello fue solo el principio. Del papel se saltó a materiales como los preciados pergaminos y de ahí a la piedra en la que milenios atrás egipcios, o sumerios sobre el barro, fueron dejando el rastro de sus culturas.
Pronto el problema se extendió como la gasolina sobre el asfalto tras una terrible colisión, saltando de un continente a otro. Así, en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos el principal golpe de efecto lo causaron al provocar una completa desorganización de los índices de materias de los volúmenes y documentos allí albergados. Ningún tipo de clasificación de los libros que la mayor biblioteca del mundo acogía tuvo sentido para la multitud de bibliotecarios y estudiosos que se afanaban en vano por contener una hemorragia que afectaba a todo el saber de la humanidad.

Tan solo una obra pudo ser localizada en su emplazamiento habitual. Probablemente fue un nuevo guiño de los seres que habitaban el mundo de papel. Uno de los cuatro ejemplares de la Biblia de Gutemberg que se conservaban en perfecto estado hasta aquel momento no había cambiado, al menos a primera vista. No obstante, la sorpresa de los responsables directos de la institución norteamericana fue mayúscula cuando descubrieron entre pasajes concernientes a Noé fragmentos del borrador de la Declaración de Independencia de aquel país en los que los padres de dicha sublevación declaraban:
“Nosotros los representantes del saber acumulado a lo largo de la Historia del hombre, reunidos en Congreso general, acudimos al juez supremo para hacerle testigo de la rectitud de nuestras intenciones. En el nombre y con el poder pleno del buen pueblo del mundo de papel en el que hemos habitado, quedamos a conocer solemnemente y declaramos que este mundo es y por derecho ha de ser libre e independiente; que están exentas de todo deber de súbditos para con el hombre y que queda completamente rota toda conexión con él, y que, como entes libres e independientes, poseen pleno poder para hacer la guerra, concertar la paz, etcétera. Y para robustecimiento de esta declaración, confiados a la protección de la Providencia divina, empeñamos unos a otros nuestra vida de papel, nuestra fortuna y nuestro sagrado honor.
En nombre de cuantos pensadores, escritores, científicos y demás personas del saber en general han sido y serán… Thomas Jefferson, Benjamin Franklin, John Adams”.
Pronto se tomaron medidas y se formaron comisiones con el objeto de entrenar a hombres libro que al igual que hicieran los personajes de Bradbury fuesen capaces de memorizar las obras más emblemáticas de la cultura universal, con el fin de que no todo el saber se perdiese.
Las rotativas de los diarios tampoco quedaron a salvo de los embates de aquel endiablado proceso que cualquiera calificaría como de origen vírico.
En aquellos días mientras los libros –tanto impresos como digitales- se sublevaban contra el hombre, éste seguía sembrando de destrucción, miseria e injusticia los frentes de guerra, las calles donde miles de personas hurgaban entre contenedores de basura en busca de algo con lo que subsistir, las casas de las que los ciudadanos eran desahuciados constantemente dando con sus huesos en las calles.
Por aquellos días la sangre y las vísceras seguían esparciéndose ante la mirada rayana en el hastío de la mayoría de los ciudadanos. Días más tarde del origen de la revolución de papel un cámara de una conocida agencia de noticias había logrado captar en directo la explosión de un suicida en un mercado de Túnez. La sangre de los menos afortunados había llegado a salpicar el objetivo y pudo verse chorrear en las pantallas de los televisores de medio mundo.
Confiados en que el nuevo frente estaba lo suficientemente lejos de sus salones, con sus estómagos calientes, la mayoría de los ciudadanos seguía calculando cuánto les costaría pagar a plazos aquél lujoso automóvil que flotaba en las pantallas de plasma de sus televisores, ordenadores y teléfonos supuestamente inteligentes.
Amanecía en el Campus. En las páginas de una lujosa edición de El Quijote de la Mancha que descansaba sobre la mesa de caoba del Decano, un hidalgo metido a revolucionario enrojecía de vergüenza. Lo escoltaban apesadumbrados toda suerte de prohombres de las más variadas ramas del saber.