SAM PECKINPAH

La palabra ralentí ya sólo se usa para hablar de motores y de coches. En otros órdenes no está de moda, pero siempre me ha sonado de maravilla. Así, poquito a poco, me paro a recordar lo que decía un personaje de la monumental Crónica del alba, de Ramón J. Sender: «sólo hay veintisiete situaciones dramáticas que se repiten desde los orígenes de la humanidad». En el mundo del cine, por ejemplo, a partir de los años 30 y con la llegada del sonoro creo que no se ha inventado nada más. Lo único que ha cambiado es el cómo se cuenta y se rueda, no el qué.

Sam Peckinpah (Fresno, California 1925-Inglewood, California 1984) no inventó el ralentí, pero sin duda fue el mejor en utilizarlo. Ni Kurosawa, ni Scorsese ni Tarantino han llegado a sus cotas. Casi siempre lo hacía en momentos dramáticos, habitualmente sangrientos. Pero eso no significa que frivolizara con la violencia o hiciera apología de ella, al revés, era un recurso de cineasta grande y valiente, para mostrarla con crudeza y sentir así una mezcla de repulsa y atracción. Esa fina línea por la que fue tan controvertido y criticado aún dura hasta nuestros días.

Se nos fue pronto, quizá demasiado, mas fue coherente hasta el final. Siempre vivió al límite, tanto como sus personajes. Seguro que nos hubiera dejado muchos más fotogramas de gloria. De todas maneras, el cine había cambiado y Sam ya no se sentía a gusto en ese entorno. Sus excesos con el alcohol y la cocaína hicieron el resto. Pero nos dejó dos décadas en estado de gracia, llena de excesos y errores, que perdurarán per secula seculorum.

Una ventana se abrió en los 50 y un soplo de aire fresco inundó Hollywood. Tras unas cuantas series de televisión que fueron forjando su estilo, en las cuales escribía los guiones que luego dirigía, empezó a destacar con la honesta Duelo en la alta sierra (1962) y poco después con la polémica Mayor Dundee (1965). En el resto de 60 y 70 nos legó unos pocos títulos (no era muy prolífico que digamos), con un sello personal e intransferible. Filmes ambientados en límites, ya fueran físicos, geográficos o emocionales. La frontera méxico-estadounidense era su jardín privado, tal que Monument Valley para John Ford. Iba por el camino difícil y a contracorriente. No se casaba con nadie y se ponía del lado de los humildes, de los sin tierra; de los de poncho, ranchera y tequila. Su cine desprendía esa sensación de disconformidad con lo establecido. Sobriedad y exceso compartían la misma cama.

No voy a nombrar una a una todas sus obras, esto es sólo una pincelada sobre quien fue un autor a día de hoy olvidado y lo que para mí significa. Personalmente mi relación con él en la pantalla grande se limita a una gran errata. Os situaré. Una pareja amiga me acompañó en el verano de 2012 al antiguo colegio Luis Gonzaga, sito en El Puerto de Santa María, para inaugurar el ciclo de cine estival. Íbamos con unas ganas terribles de quitarnos (por fin) la espinita clavada de una película maldita que se hacía de rogar, El nadador (1968), ¡y vaya si se hizo de rogar that night! Cuando estábamos en la cola para comprar la entrada, una chica de la organización nos avisó a todos que por problemas de última hora habían cambiado la peli. Nos trastocó la noche y acabamos viendo Quiero la cabeza de Alfredo García (1974). A mí me gustó pero reconozco que hay otras que me llegan mucho más. Aparte tuvimos un nosequéqueseyoquemireusté que nos dejó el cuerpo cortado, no pudiendo disfrutar del ídem de Burt Lancaster saltando de piscina en piscina y tiro porque me toca.

Con total seguridad los emblemas del californiano sean Grupo salvaje (1969), La balada de Cable Hogue (1970) o La huida (1972), pero desde esta tribuna desde la que escribo quisiera reivindicar un western que está instalado en una esquinita de mi corazón desde el momento en que la vi, hace muchos años. Está sin duda en el top tres de mis westerns preferidos, junto a Centauros del desierto (1956) y Hasta que llegó su hora (1968). Se trata, amigos lectores, de Pat Garrett y Billy the kid (1973).

Es de los llamados crepusculares, de esos que se ambientan en un oeste casi extinto (de verano), con personajes solitarios y cierto aire de melancolía, de pérdida, pero que a la vez poseen una ternura que hace que los hagas tuyos a cada paso, en cada parpadeo. Destila poesía en cada plano, en cada mirada, en cada silencio. Con esa música de Bob Dylan que aporta el lirismo necesario para ponerme los vellos de punta. Transmite «la suciedad de una sociedad bienpensante». Kris Kristofferson como Billy el niño y James Coburn como Pat Garrett están espléndidos en esos personajes con aristas y astillas en el alma. Billy no puede vivir sin Garrett y viceversa. Han sido amigos del alma pero en un momento dado cada uno se encuentra a un lado de la ley; eso sí, ni el uno es tan canalla ni el otro es tan íntegro. Rodeados de unos actores de reparto rebosantes de pasión como Katy Jurado, Richard Jaeckel, Jason Robards, Emilio el indio Fernández o el propio Dylan en un pequeño papel, juntos conforman un todo compacto y sin alardes.

Volviendo de nuevo a Ramón J. Sender, éste y el cineasta que nos ocupa tienen en común algo más que la cita que aparece en el primer párrafo. Al igual que Peckinpah viajaba con asiduidad a México, el aragonés vivió unos años en ese país una vez que salió de España camino del exilio en 1939. Y sobre todo porque en los años 60 Sender escribió una pequeña novela no muy conocida y nada reconocida acerca del personaje de Billy el niño. Se llamó El bandido adolescente y es un maravilloso retrato humano tanto de Billy como de las gentes y los paisajes que lo convirtieron en mito.

Descansen en paz Sam Peckinpah, Ramón J. Sender y Billy the kid.

Una última reflexión. Desde que murió el de California, hace cerca de cuarenta años, nadie ha cogido su testigo exceptuando momentos puntuales de Clint Eastwood. Era único en su especie, y en todo este tiempo sólo una película, por su estilo y poso, me ha recordado su espíritu: Los tres entierros de Melquíades Estrada (2005), de Tommy Lee Jones. Fascinante lección de vida.

Western crepuscular

P.d. Si habéis leído esto, sois la resistencia del viejo oeste que se extinguió hace tanto…

Alan Smithee, jr.

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