Y APELLIDARSE ALMODÓVAR
Yo me acuso el primero. Aunque intente no ser presa de los prejuicios, también los tengo, también los sufro y lucho contra ellos. Resultan lo peor como compañeros. Son una pesada carga, nos empobrecen y nos hace ver la vida con las miras muy cortas. Con ellos le ponemos etiquetas a todo, bautizamos a cualquier cosa que se menee, y en ocasiones no hace ninguna falta. Sólo hemos de sentir, vivir el momento y dejar de pensar.
Antes de entrar en cuestión, deciros que yo no iba a escribir nada hasta el año que viene. Desde finales de noviembre no me venía idea alguna a la cabeza y sobre todo no me veía con fuerzas suficientes para ponerme delante del papel en blanco, emborronar un poco y luego ordenar ese batiburrillo de temas y neuronas entintadas de azul. Los que conozcan mis borradores y flechas de acá para allá sabrán a qué me refiero. Estoy pasando malos momentos personales debido por un lado a mi incompetencia como ser humano y al otro a mi extremada sensibilidad con el mundo que habito y me rodea, y qué queréis que os diga, así es imposible disfrutar con esto. Ha de ser un proceso libre, sin compromisos ni ataduras, para gozar, pero no estaba para nada. Sin embargo, se me ha cruzado algo en el camino que me ha hecho pensar. He hecho un esfuerzo, me he puesto al servicio de la idea y de la terapia que me supone ponerme a escribir. Lo contrario sería como adquirir un punto de vista egoísta, radicalizado, en el que todos caemos con demasiada frecuencia por defender lo que creemos verdad, en realidad nuestra verdad y nada más.
Esto viene de hace dos semanas largas, el día que Nuria y yo fuimos a Bahía Mar a ver una película, El amor en su lugar (2021), dirigida por Rodrigo Cortés. Nacido en Orense y criado en Salamanca. Muchos de vosotros lo confundiréis con otros nombres o simplemente no sabréis de quién se trata. Hasta cierto punto es normal, tras su primera película siempre ha rodado en inglés, con actores y actrices internacionales, en coproducciones de presupuestos medios y con un tirón comercial tirando a bajo. Un servidor mismo no había visto casi nada de él, salvo su anterior obra, Blackwood (2018), película de género fantástico que me pareció bochornosa de principio a fin, llena de clichés, con lo que me gusta una historia de miedo bien contada y con el suspense adecuado, en fin… Con ese corto bagaje fui a El Puerto de Santa María. Puedo afirmar y afirmo que aquello fue inenarrable. Como dicen ahora, toda una experiencia inmersiva, tal que esas exposiciones de pintura tan en boga, en las que a partir de un montaje audiovisual entras en una sala y te sumerges en el impresionismo, en el mundo de Klimt o en cualquier otro a través de las obras pictóricas, de los pensamientos, de la época…Pues algo así pude vivir en esa sala cinematográfica en esa hora y tres cuartos de metraje.
Nos retrotraemos al invierno de 1942, dentro del gueto de Varsovia, donde una pequeña compañía judía representa en el Teatro Fémina una obra llamada «El amor en su lugar» o mejor en su original, «El amor busca apartamento», del dramaturgo Jerzy Jurandot. Seguimos a una chica por las calles del gueto hasta que llega al teatro, pasando por controles y vejaciones por parte de los nazis. Es una época oscura. Al momento comprendemos que ella forma parte de la compañía. El director nos hace partícipes (como cualquier otro espectador del teatro en ese instante) de lo que están representando, que no es ni más ni menos que la vida misma, cosa que los actores viven de manera especial y que el público ve como un hogar de luz donde ser dichosos un rato y olvidar esa terrible pesadilla que no acaba nunca, que los consume, riéndose de su situación y poniendo al mal tiempo buena cara. Ahí se produce el milagro, pues es en medio de la representación donde la verdad se impone, la realidad y la ficción se entrelazan formando una hermosa torre que apunta hacia el cielo, pero que si te acercas y la miras con detalle, está llena de grietas y orificios que amenazan con derribarla en cualquier momento. Pero hay esperanza, leve, pero la hay.
Tiene una particularidad, está rodada en tiempo real. Quiere decir que no hay cortes temporales en la trama, la hora y media larga en la que transcurre la acción es continua en un tiempo y lugar determinados, en este caso una tarde noche en el gueto de Varsovia durante el invierno de nuestro descontento. Esa característica es poco habitual en la historia del cine, se ha hecho en pocas ocasiones ya que resulta complicado. Aquí se resuelve de forma brillante.
Dicho esto, hasta aquí puedo leer. No quiero desvelaros nada más, sólo animaros a verla pues llega al alma y al corazón de las personas que sentimos con los demás, que reflexionamos sobre la historia del mundo, que intentamos ser cómplices y que nos implicamos en lograr que este mundo que habitamos, dentro de tanta dureza e injusticia, sea un poquito mejor.
Y me diréis, amigos lectores, ¿a qué demonios viene el título y subtítulo de este artículo? Pues no sé si comenzar por la flor o por el secreto. De las flores poco puedo decir, sólo que soy un enamorado de ellas y que intento cuidar de todas las que están a mi alcance, tengan bien pistilos y estambres bien ojos almendrados con olor a salitre y a ortiguillas fritas. El secreto de estos ojos que me dieron vida es la última película de Pedro Almodóvar, Madres paralelas (2021). Nuria y un servidor la vimos en los cines de Jerez y nos pareció, perdón por la palabra, una verdadera bazofia. Inconsistente, mal interpretada por todas las actrices (salvo a Milena Smit por pura compasión), con un ridículo guión que es de todo menos original. La historia de las dos mujeres que se conocen al dar a luz el mismo día en el mismo hospital y después el trasunto relacionado con la memoria histórica no pegan ni con cola, que por cierto, está metido con calzador de carey. Diré, aunque sea políticamente incorrecto, y me da lo mismo que lo mismo me da, que sé de sobra que Almodóvar es un director especializado en el mundo de la mujer, pero aquí no entiendo la nula presencia masculina, ninguneada salvo el personaje de Israel Elejalde, un mindundi que es vapuleado sentimentalmente por los egoísmos y pajas mentales del personaje de Penélope Cruz. Lamentable.
La película es oportunista en el momento, facilona en la concepción y vulgar para ser quién es el autor. No está para nada a su altura. Pensaréis que él no me gusta y es exactamente lo contrario. Salvo este error mayúsculo y el mamarracho de Los amantes pasajeros (2013), las últimas obras del manchego me parecen maravillosas, emocionantes y llenas de verdad, características de las que carece esta sobre la que escribo. Siendo como soy compadre de la llorona, en ningún momento un pelo de mi piel se erizó, un amago de lágrima nació en mis ojos o un leve escalofrío recorrió mi espinita dorsal. Nunca me he casado con nadie, sea un prestigioso director consagrado o una chica joven que cuente su ópera prima. Si me llega, el guión es coherente y la historia está bien contada, voy al fin del mundo con ella; si es al revés, leña al mono que es de gomaespuma.
Respeto el hecho de la creación como el que más, sé lo complejo y lleno de vericuetos que es ese mundo, lo voluble y etéreo que es el proceso creativo, mas sólo puedo contar mi verdad. No es la verdad absoluta, es la mía y es subjetiva. Por eso con ella de la mano no acierto a entender todos los premios que está recibiendo Penélope Cruz, las nominaciones a los Globos de Oro, los Goya y lo que vendrá más tarde. Tampoco entiendo porqué por un nombre puede una obra ser mejor valorada que muchas otras, pero claro, el mundo está montado así, lleno de hipocresía, falsedad y amaneramiento. Estoy muy de acuerdo en las aseveraciones que hace el bueno de Carlos Boyero en torno a estas madres que más que paralelas son lelas del bote.
Estoy hoy aquí por razones más poderosas, para reivindicar a un director poco conocido, que escribe libros, redacta blogs y en sus obras cinematográficas además de dirigir realiza el montaje, escribe el guión y en ocasiones compone la música. Un verdadero renacentista del arte. Rodrigo el orensano ha realizado una película preciosa, necesaria, llena de profundidad en su sencillez y de verosimilitud en su ficción. Un clasicismo que rompe esquemas narrativos y que en mi humilde opinión es la mejor cinta española del año, aunque esté rodada en inglés y sin ningún actor español en su elenco. Una maravillosa contradicción más, y es que la nacionalidad de una obra traspasa todos los límites posibles en cualquiera de sus formas para convertirse, como este El amor en su lugar, en una historia global y universal, en un musical melancólico, comprometido y ante todo, esperanzador. El arte como salvavidas, el arte como verdad.
P.d. Si habéis leído esto, sois la resistencia, esta vez la de verdad…
Me ha encantado amigo.