PALOM@S PERDID@S EN LA NOCHE DE LOS TIEMPOS

Citando a Goethe, el pintor norteamericano Edward Hopper (Nyack, Nueva York 1882- Nueva York 1967) dijo en una ocasión: «El propósito y la finalidad de toda actividad literaria consiste en reproducir el mundo que me rodea como si fuera el reflejo de mi mundo interior. Todo está revestido, moldeado y construido de una forma personal y original. Para mí esa definición es aplicable a la pintura».

Paso al papel este extracto por varias razones, destacando una sobremanera. Aunque no soy un crítico de arte y quisiera convertirme en alguien que piensa y reflexiona en voz alta sobre cine de forma coloquial y personal, en cuanto salí de ver La mujer sin piano (2009), me vino a la cabeza la estrecha relación que desde siempre ha existido entre dos de las grandes artes, la pintura y el cine. Esta última, nacida a finales del XIX, tomó la estética de otras que le precedieron, como la propia pintura o el teatro, pero llevándola a su terreno. A lo largo del tiempo, resultaron evidentes simbiosis artísticas tan notables como las de Hitchcock-Dalí (Recuerda, 1945), Rohmer-Corot (La inglesa y el duque, 2001), Dreyer-Hammershoi (Gertrud, 1964) o Saura-Goya (Goya en Burdeos, 1999), por poner solo unos cuantos ejemplos.

Y ahí entra Hopper y entro yo. Partamos de la base de que el norteamericano me fascina como creador de atmósferas. Contaré una pequeña anécdota. Una pareja amiga tuvo la deferencia de invitarme a Madrid a pasar unos días en su casa, en el verano de 2012, principalmente para poder visitar la exposición del neoyorquino en el Thyssen-Bornemisza. Aparte de muchos momentos estupendos compartidos con ellos, la mañana que dediqué a la expo fue de las que hacen época no, lo siguiente. Había visto y leído mucho sobre él, aunque nunca había contemplado un cuadro suyo en vivo; he de reconocer que me abrumó tanta belleza junta, esa belleza de la soledad y el desasosiego, de un retrato de su era lúcido y consecuente. Las cañas y el bocata de calamares en el Brillante pusieron la guinda marinera a un caluroso mediodía en la capital.

Tras este grato recuerdo centremonos en el celuloide. Nunca entendí el exceso de celo de muchos españoles respecto a su cinematografía. La obra que nos ocupa, La mujer sin piano, es un claro ejemplo del plural, versátil y talentoso cine español de este siglo, que tiene de todo, como en botica. En todos los órdenes, no sólo en esto, nos caracterizamos por tirarnos piedras sobre nuestro tejado; el pobre ya está hartito de reparaciones y parches, pero ahí sigue, aguantando el chaparrón. No me remitiré al pasado glorioso de los Berlanga, Buñuel, Saura y compañía, no. Hablo de la época más reciente y la actualidad más candente. De una cadena de autores con un estilo y un sello propios, algo nada fácil en lo referido al mundo creativo, sea éste de la índole que sea. L@s Víctor Erice, Felipe Vega, Icíar Bollaín, Julio Medem, José Luis Guerín o Gracia Querejeta entre otr@s much@s; en ell@s la imagen en sí, lo visual, tiene una importancia brutal, además de contar historias llenas de talento. Sus silencios son tan fundamentales como sus diálogos, guiones escritos de manera milimétrica y con una economía de medios y una austeridad propias de una ama de casa de posguerra. Y llegamos al meollo con Javier Rebollo (Madrid, 1969), que con esta cinta firma su segundo largometraje.

Sugerir antes que mostrar. Aquí lo importante nos es sugerido. El personaje de Rosa es una esclava de casa más en el Madrid del nuevo siglo. Casada con un taxista, contemplamos sus quehaceres cotidianos, mientras notamos su insatisfacción con la vida marital que le ha tocado, anclada desde hace tanto… Una noche y sin previo aviso hace la maleta y decide dejar todo atrás, ir a quién sabe dónde. Cambia de aspecto con una peluca y se dirige a la estación de autobuses. Ahí la iluminación es realista, marcada y distanciada…fría, lo que contribuye a entender el ambiente gélido del alma de Rosa. Los sonidos del silencio se magnifican durante la madrugada, su taconeo en el asfalto, su respiración y hasta los ruidosos bares y salas de fiesta por los que pasa. La gran ciudad transmitiendo una sensación de frialdad, que fabrica seres sin alma incapaces de tener relación los unos con los otros. Rosa representa a la mujer oprimida y alienada, sin un futuro y mucho menos una ilusión que llevarse a la boca, con un hijo ausente y un matrimonio abocado al aburrimiento. En todo el metraje pasa por distintos momentos de ensimismamiento, que no tienen por qué ser melancólicos o tristes. Solo ha interrumpido un quehacer y entra en estado de pausa. Como si el tiempo se congelara.

Todo esto está en Hopper o por lo menos en la concepción de la idea que tengo de él. Rosa es la Autómata de 1927, sentada en un bar pensando cómo ha llegado a ese punto, si su soledad es o no elegida; ella quisiera también ser la señora que contempla la luz de la mañana sentada en la cama de Sol matutino, de 1952, con el pensamiento en quien sabe si un futuro prometedor. Rosa también he sido yo en ocasiones. Recuerdo una hace mucho cuando, tras entregarle en mano, en plena playa de la Caleta, una carta de amor a una chica belga de la que estaba prendado, estuve esperando en la cafetería de los Comes que llegara mi autobús, y en esos interminables momentos me di cuenta que la esperanza de ese pequeño viaje al romance se había desvanecido antes que ella hubiera desojado el primer pétalo de mi nombre. Y vosotros, pensadlo bien, en algún momento de vuestra existencia os habéis quedado pensativos por uno o mil motivos, cavilando sobre lo que pudo haber sido y no fue.

A pesar de que los temas del pintor estén íntimamente relacionados con la sociedad norteamericana de entreguerras, estos se pueden extrapolar a casi cualquier sociedad de nuestro tiempo. Por eso nada ha cambiado en el interior de nosotros mismos, aunque el entorno y la velocidad de la vida sí lo haya hecho.

Todo esto se podría visualizar como si se tratara de un triángulo isósceles. Su base sería la sociedad. Ambos vértices del mismo hablan de lo que todos sabemos y no queremos admitir: a veces sufrimos de soledad en ciudades impersonales y frustrantes, soledad que se siente incluso acompañado. Afortunadamente, en el último vértice hay una luz entre tanta tiniebla, la relación entre Rosa y el polaco Radek. Es algo especial, son dos seres solitarios que quieren dejar de serlo. Se acompañan durante esa extraña noche y ella se plantea, con una lucidez rallana en la locura, marcharse con él. En sus escasas conversaciones aparecen los únicos resquicios de humor que el autor se permite. Ambos son coherentes y desean arreglar sus vidas; como Radek, que repara aparatos estropeados. «La sociedad occidental los tira enteros a la basura pero yo los arreglo», llega a decir.

Poco más. Valorar las numerosas imágenes sugerentes que se desprenden de la película, el escaso pero efectivo tema musical que acompaña momentos clave, y muy en especial las interpretaciones tanto de Jan Budar como sobre todo de Carmen Machi que, tras intercalar papeles cómicos con otros dramáticos, asume un riesgo al reinventarse como una Rosa magistral en su contención y rara comicidad. Lo que parece sencillo es siempre lo más difícil. Javier Rebollo realiza una obra moderna, poco convencional y nada comercial, y da en la tecla. Pero amig@s, por desgracia seguirá su camino de cinta minoritaria. Para disfrutarla no hacen falta gafas 3-D, solo un poco de paciencia, sensibilidad y algún que otro licor de grado medio/alto, como el que disfruté mientras la veía. Lingotazo de ginjihna portuguesa en petaca plateada.

Hablando de «alegrías pal cuerpo, Macarena», me ha venido un fogonazo final: Jo, ¡qué noche! (Martin Scorsese, 1985) + Pastillita de Trankimazin= La mujer sin piano.

P.d. Si habéis leído esto, sois la resistencia…

Alan Smithee, jr.

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