UNA DECLARACIÓN DE AMOR EN TODA REGLA

Para los no iniciados en lenguas germánicas/tedescas, kino significa cine en alemán. He pensado comentar de una manera ligera, sencilla y en tres episodios mis vivencias/experiencias más o menos alocadas en relación con el séptimo arte, hacer toda una declaración de amor a algo de lo que he disfrutado muchísimo, que me ha mostrado culturas y costumbres desconocidas habladas en su idioma original (V.O.S. forever) y que me ha hecho crecer. Este primer capítulo no va a ser uno al uso, va a ser un homenaje sutil a Nuria, la pequeña gran mujer que me acompaña en esta vida. No sé si soy mejor persona pero seguro que más tolerante, menos egoísta, un poquitín más culto y sobre todo más comprometido y comprensivo socialmente gracias a un cine proveniente de diferentes puntos cardinales del globo terráqueo que he tenido la fortuna de visionar. Estas remembranzas no van a resultar cronológicas sino a saltos vitales, como si empezara a dar brochazos fílmicos en color y B/N a un enorme lienzo que tuviera delante, en plan impresionista y tal.

Recuerdo por ejemplo recoger a mi amigo Gonzalo en el Instituto Padre Luis Coloma, donde él estudiaba y en ocasiones jugábamos al futbito. Ese día todo iba tarde, menos la puntual sesión de las 19.30 y sereno; no sé cómo lo hicimos pero acabamos llegando con la lengua fuera al defenestrado cine Delicias después de correr como alma que lleva el diablo. Allí vimos una reposición de El libro de la selva (1967). Fue maravilloso retrotraerme al pasado y disfrutar del último gran clásico de la factoría animada. Resultó una tarde muy amena y con mucho encanto, viendo como Gonzalo lo pasaba en grande con Mowgli, Baloo, Bagheera o la fascinante Kaa yo lo hacía también.

Este último párrafo entronca con mis primeros recuerdos cinéfilos, que por supuesto tienen que ver con mi madre, cuando me llevaba de la mano al cine Riba a contemplar y escuchar las historias que un señor mayor llamado Walt Disney nos contaba; como si fueran ensoñaciones en color nos sumergía en un sorprendente mundo animado, a veces onírico como esos sueños de Dumbo, a veces trágico como esa orfandad de Bambi, a veces sentimental como Blancanieves o La dama y el vagabundo, pero siempre divertido y mágico como Pinocho o Fantasía, donde sin apenas darnos cuenta nos inoculaba el amor por el cine, la literatura clásica, la música, y no os olvidéis, la conexión con nuestros hermanos allende los mares a través del lenguaje sudamericano rico, rico…como dicen a dúo los hermanos Pizarro, «lo antiguo es mejor y más divertido».

Lo de E.T., el extraterrestre fue punto y aparte, algo que quien no lo viviera en su momento no lo podría entender. Corría 1982 y mientras Naranjito daba patadas a un balón, Felipe González ganaba las elecciones generales y ya se estaban gestando en un propicio caldo de cultivo programas tan geniales e icónicos como La bola de cristal o La edad de oro, ese ser tan extraño marcó un hito y de paso el corazón de toda una generación. El país se paralizó, fue una especie de bomba (positiva e inteligente) que nos explotó en la cara sin darnos cuenta, llena de emoción y sensibilidad, con la música del gran John Williams que te trasladaba al séptimo cielo mientras las bicis voladoras surcaban uno de ellos y cruzaban la luna llena, ¡ay mi luna lunera cascabelera! La relación entre los niños y el extraterrestre al que todos queríamos y que los adultos del filme no entendían (excepto Peter Coyote) estaba llena de magia; en fin, que Steven Spielberg tocó la tecla adecuada en el momento justo, lo hizo muchas veces. Él como nosotros era un niño, pero con muchos dólares en el bolsillo para poder jugar y hacernos soñar. Mis padres me llevaron a verla y tanto me fascinó que quise ir de nuevo; esta vez lo hice con mi amigo Rodrigo y su madre, pero la cola del cine Luz Lealas era tan larga que se agotaron las localidades para esa tarde y tuvimos que volvernos a casa con las ganas… y el corazón encogido.

Pero si E.T. fue mi infancia, la película que me marcó por completo es y será sin duda alguna El nombre de la rosa (1986), basada en la novela homónima de Umberto Eco. Si te das cuenta a veces que un instante puede suponer en tu vida un antes y un después, esa fue una de esas ocasiones. Antes iba a las salas como si de un simple divertimento se tratara, sin demasiada profundidad ni buscando algo más, pero a partir de ese 27/12/1986 se produjo en mi interior un cambio, más espiritual, más reflexivo…tras esa jornada comenzaría a gozar de otro tipo de cine, lo vería al menos con otra mirada, con otra perspectiva. Fue en los Cines Cristina de Sevilla, con mis padres uno a cada lado y catorce añitos recién cumplidos. Como anécdota contaré que estábamos sentados justo delante del por entonces presidente de la Junta de Andalucía, José Rodríguez de la Borbolla, con su bastón y su porte de señor de alcurnia. No sé por qué pero siempre me recordó al otrora famoso Jaime de Mora y Aragón; yo y mis extraños parecidos razonables, el que la lleva la entiende, ¿no?

Ese cambio de rumbo que provocó en mí Jean-Jacques Annaud hizo que comenzara a visitar con quince años el Cine-club Popular de Jerez, que me abrió todas las puertas y ventanas de la percepción, hasta ese momento tapiadas a mis escasos conocimientos. Les debo mucho a todos esos martes noche en los que peregrinaba desde casa de mis padres a la sala cultural sita en la plaza de las Marinas, que no era especialmente bonita pero cumplía una función fundamental, el abrirme a otros mundos, a otras realidades, a otras sensibilidades, en resumen, a otra forma de hacer cine. En parte soy ahora como soy gracias a todos esos años que formaron mi identidad y mis gustos cinematográficos. Fueron, digámoslo así, como si fuera un arqueólogo que encontrara juntas la piedra Rosetta y el Santo Grial, todo un bombazo histórico y mediático.

Un momento muy especial fue la primera vez que iba con Nuria al cine ya como novios. Llevábamos algo menos de un año saliendo juntos y fuimos unas cuantas veces, pero como amigos que se estaban conociendo, no me atrevía a decirle que me gustaba mucho, no sabía cuánto. Pero ya como pareja, la tarde del jueves del último día de marzo de 2016 la recogí en coche y fuimos a Bahía Mar, donde entramos a ver Florencia y la galería Uffizi (2015). No sé cómo expresarlo con palabras pero el poder cogernos de la mano y a la vez estar contemplando ese hermosísimo y sui generis documental era como estar en el propio paraíso del Renacimiento junto a Lorenzo de Médici, Miguel Ángel o Rafael de Urbino. Fue una mezcla de agradables y excitantes sensaciones que nunca olvidaré.

Sigo peregrinando ¡vive Dios! a esa sala oscura que es tal una religión, sigo acercándome ora con Nuria, ora con amig@s, ora solo, para mantener esa vivencia personal que se convierte en mística a la vez que popular. Cuando se puede, que por estos lares no demasié, en versión original subtitulada. Eso no quiere decir que todo lo que haya visto y vea en cines, cinematecas y cineclubs sea de mi agrado, pero al menos se encuentra cerca de lo que busco cuando entro en una sala: la utópica e inalcanzable búsqueda de la verdad, del compromiso y de lo hecho con las tripas, con el corazón, con la cabeza, siempre dentro de la subjetividad que cada ser humano cineasta y ser humano espectador posee, y respetando siempre todo punto de vista aunque no se esté de acuerdo. Intento nadar en esas procelosas aguas de la duda con mi intuición por bandera, a veces me equivoco, por supuesto, pero quedo sosegado cuando sé que lo hago de verdad, la misma verdad que veo cuando miro a Nuria a los ojos.

Un recuerdo imborrable de la infancia

P.d. Si habéis leído esto, sois la resistencia, y además cinéfilos de verdad, de la güena güena…

Alan Smithee, jr.

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