Vendía flores en tierras del Sur. No podía tener más de trece años.
Vendía flores aunque tras rechazarlas comprendí que era algo más lo que nos ofrecía.
Nos miró con la cara de un niño a quien se ha prohibido el juego para siempre. Nos miró con ojos de quien ha perdido la inocencia, maltratada, pisoteada. Nos miró, dio media vuelta y se fue, dejándonos con un regusto muy amargo en la boca y un silencio que aplastaba el alma.

Una noche, cuando la paz parecía decidida a quedarse a vivir en mis sueños, se acercó a mí, me tendió un flor y me dijo: «Toma esta flor. Consérvala porque nunca se marchitará. Vivirá siempre para recordarte que un día rechazaste la mirada de un niño porque no la necesitabas para construir tu paz».