MIRO A LOS DISCOS DUROS Y ME PONGO COLORADO
Estamos de enhorabuena. Aquí tenemos otro ejemplo de la maestría del cine mal llamado independiente, o por decirlo más claro, cuando las grandes productoras o majors se ramifican en filiales produciendo obras más pequeñas, también llamado cine indie. Yo más bien lo titularía el cine íntimo y personal norteamericano, que poquito a poco durante los últimos sesenta años ha ido creciendo con diferentes y heterogéneos autores de todo tipo, pelaje y condición.
El padre putativo de este movimiento fue sin duda John Cassavettes, que comenzó a finales de los 50 a filmar películas de enorme talento y pocos medios, como Shadows (1959), continuando con Faces (1968) o la gran Una mujer bajo la influencia (1974). Después vinieron muchos más autores y allá por los 90 floreció en tierra abonada una generación de cineastas jóvenes, atrevidos, con ideas nuevas bastante poco corrientes y que rompieron moldes. Los nombres de Michel Gondry, Sofía Coppola, Wes Anderson, Richard Linklater o el que nos ocupa, Spike Jonze, echaron la puerta abajo. Cada uno de ellos era una flor distinta, de color reconocible y especial fragancia, representando universos únicos e inigualables, universos que alguna vez tendrán cabida en esta sección.
Her (2013) pasó desapercibida para el gran público y no me extraña, dado lo minoritarios que son estos genios de la imaginación. Supone otra vuelta de tuerca más en la aún corta pero meritoria carrera de Spike. Recordemos las icónicas Cómo ser John Malkovich (1999), Adaptation (el ladrón de orquídeas) (2002) o Donde viven los monstruos (2009). A pesar de ser diferente a las anteriores todas tienen algo en común y es la originalidad de sus propuestas, los personajes un pelín outsiders, los diálogos inteligentes y ricos en detalles o la cualidad de crear debate y reflexión en torno a las mismas. Her se podría definir como intensa, compleja aunque no lo parezca, con gotas de absoluta intimidad y profundidad. Con todos estos calificativos pensaréis que estamos ante un tostonazo de los que hacen época. Nada de eso amigos. Resulta narrativamente muy fluida, con un cierto toque cómico y grandes dosis de un romanticismo bauticemoslo como melancólico. Al fin y al cabo se trata de una historia de amor, eso sí, something special…
Situémonos. Futuro cercano. Gran ciudad de Los Ángeles. Tenemos a un personaje solitario con un divorcio no consumado que lo consume en grado sumo, que se dedica profesionalmente a escribir cartas para otra gente, como él dice; cartas de gran sensibilidad rayanas en la sensiblería. Se preocupa por hacer dichosos a los demás cuando él se siente triste y frustrado. La separación de su mujer Catherine aún lo traumatiza y eso le impide comenzar otra relación de manera natural. Las citas y encuentros con otras mujeres tienen resultados catastróficos. Solamente tiene una amiga periodista, Amy, que es además confidente y en el pasado fue un rollete de universidad. Maravillosamente interpretada por Amy Adams, en un momento dado ella le comenta: «enamorarse no es más que una especie de locura pero socialmente aceptada». Todo ese caldo de cultivo le lleva a adquirir un nuevo sistema operativo extremadamente sofisticado (basado en un avanzado modelo de inteligencia artificial llamado OS1 que recuerda la identidad minimalista de Apple) con el que consigue tener química al instante. Pudiendo elegir el género del sistema, Theodore elige que sea chica, y aparece Samantha con la voz de la sensual Scarlett Johansson. Samantha es divertida, sincera, empática y tiene todos los datos posibles a su disposición sin darse ninguna importancia. A pesar de ser algo ingenua y naif, posee la extraña característica de crecer con la experiencia. Poco a poco se establece una clara relación simbiótica entre ambos, una cosa lleva a la otra y se acaban enamorando. Estamos ante una nueva naturaleza de la palabra amor.
Esto puede resultar imposible de creer pero estamos más cerca de lo que parece. Hay robots que hacen las tareas de la casa y están al servicio de uno, aunque sea algo residual, en 1997 la computadora Deep Blue ganó al campeón del mundo de ajedrez Gary Kasparov, los adelantos tecnológicos se están produciendo a pasos agigantados, todo va muy rápido. Dada la situación de incomunicación a la que estamos llegando (en este futuro indeterminado que nos plantea la historia todo el mundo va con sus iPads, móviles de múltiples usos o tablets interactuando sin prestar atención a los demás), la deshumanización y soledad de las grandes metrópolis, el abismo del egoísmo e individualismo al cual nos asomamos demasiado a menudo, todo es posible. La situación por la que pasa nuestro Theodore es dramática, aunque no lo parezca a simple vista.
La relación entre la intuitiva voz de Samantha y Theodore comienza con el descubrimiento del otro tanto en el plano físico como el humano y el emocional (aunque en este caso sea un tanto diferente) y también el redescubrimiento de uno mismo. Te empiezan gustando hasta las excentricidades, que con el tiempo pasan a ser defectos a corregir, para luego entrar en esa palabra que a casi nadie gusta que es la rutina. Aparecen los celos de Samantha porque las otras mujeres tienen cuerpo y ella no, y también los de Theodore porque descubre que ella mantiene a la vez contacto con otros clientes. Esto desemboca en la querencia de la posesión, en coartar la libertad del otro no respetando espacios y gustos de cada uno tiene, si es que así se desea. Soy tuya y no soy tuya, le dice ella en un instante determinado.
Se supone que estas entidades inteligentes están ideadas y controladas por una corporación superior, no sé con qué intención, pero sería un debate interesante. El filme no deja de ser descorazonador y pesimista mas deja abierta una puertecita a la esperanza de volver a los orígenes, al entendimiento entre las personas, como se plasma en la última secuencia cuando los dos amigos, Amy y Theodore, se hacen compañía y se dan un calor necesario más humanitario que humano de una manera íntima y cercana.
Joaquin Phoenix fue un tipo que siempre me cayó bien. Ya el apellido apuntaba maneras. Cuando su nombre aún estaba por llegar su hermano mayor River fue para mí algo fuera de lo común, inspirador, carismático, con una fuerza vital que traspasaba la pantalla. En mi ingenuidad adolescente, quería parecerme a esos complejos y a la vez cercanos personajes que solía encarnar en cintas icónicas, como el Danny Pope de Un lugar en ninguna parte (1988), el Chris Chambers de Cuenta conmigo (1986) o el Michael Waters de My own private Idaho (1991). Pero una mañana de finales de 1993 desperté del sueño, River se había bajado del autobús de la vida en una parada muy temprana debido a los excesos, las malas compañías y el infortunio. El tiempo pasó, el entonces hermano pequeño fue creciendo, y así Joaquin ha sabido pasito a paso labrarse una carrera llena de personajes poco habituales y muy interesantes. Introspectivos y oscuros pero con matices, debilidades y fortalezas, llenos de humanidad, de verismo. Aquí borda un papel complicado y nada fácil, nos hace sentirnos como él se siente, dudar cuando él duda, ponernos en su piel de ser humano.
Teniendo en cuenta que a Scarlett Johansson solo se le escucha, esto supone todo un tour de force tanto para nosotros los espectadores como para ella misma. Escucharla en su idioma original, con toda la gama de tonos que despliega, resulta conmovedor. Se podría decir que realiza solo media interpretación, la de su voz, pero su presencia a lo largo de todo el filme es fundamental, como la viga maestra de una construcción. Hay más química entre la voz femenina y el hombre de carne y hueso que en muchas parejas «visibles» de la historia del cine, y me muerdo la lengua virtual para no dar nombres…
No menos importante, centrémonos en los detalles. El uso del color en la fotografía de Hoyte von Hoytema es brillante hasta decir basta. Este cinematógrafo neerlandés-sueco es ecléctico y muy original en sus propuestas. En este caso usa los colores cálidos como el rojo o el anaranjado cuando Theodore está de buen humor y los tonos fríos o azules cuando está triste o tiene un momento de melancolía. Porque es verdad que tiene muchos instantes de ensimismamiento, de soledad, de andar sin rumbo por la ciudad. Atentos a las camisas rojas, amarillas y neutras que indican mucho del momento en el que está el personaje o va a encontrarse poco después. Destacar la música pequeñita pero preciosa de Arcade Fire, en especial es muy emocionante esa canción de Karen O que te atrapa y te pone los vellos de punta. The moon song, tocada con ukelele por Theodore e interpretada por Samantha me hace recordar a alguien que sigue siendo muy especial en mi vida a pesar del poco contacto actual, y que se tuvo que pasar a ese instrumento originario de Hawái ya que con el chelo no podía.
Y una última reflexión: con el año y pico que llevamos ya con esta pandemia del Covid-19, es necesario pensar hacia donde vamos. Nos hemos comunicado un 200% más en los distintos confinamientos que nos han tocado mas eso no quiere decir que no nos estemos encerrando en nuestras pequeñas jaulas de cristal, en nuestras pantallas. Hay que tener mucho cuidado de cómo usamos la tecnología, puede parecer que estemos más cerca pero en realidad puede no ser así. Como decía un personaje en Crónica del alba de Ramón J. Sender, » la tecnología producirá más y mejores patatas y acortará las distancias con aviones, pero no es seguro que libere a la gente».
P.d. Si habéis leído esto, sois la resistencia…
Alan Smithee, jr.