No es mi intención dejar en esta pantalla una explicación de mi decisión. ¿A quién habría de ofrecerla? ¿Ante quién habría de justificarme o lo que es más importante, a quién tendría que pedir disculpas por esta abrupta manera de despedirme? Solo escribo estas líneas a modo de ablución. Como acto de purificación interior si es que esta es posible, e incluso con el convencimiento de que no es necesaria. Mañana, cuando me encuentre la chica de la limpieza todo lo que necesitáis saber estará plasmado sobre esta pantalla.

Jamás pensé que hipotenusas, números primos, ecuaciones de segundo y tercer grado, teorías en torno al número pi y el infinito pasarían a un segundo plano para mí. Aquello había sido hasta aquel remoto verano el motor de mi vida como estudiante. La Literatura nunca me había llamado la atención y ningún poema me había conmovido como para dedicarle mi tiempo a su lectura y memorización. Lo mío eran las ciencias. Concretamente las exactas. Las matemáticas eran mi mundo, desde que de pequeño había aprendido a contar lápices de colores con los que formaba todo tipo de figuras geométricas: cuadrados, rectángulos, rombos, polígonos de múltiples lados y de una amplia gama cromática. Desde chico había comprendido que la armonía estaba íntimamente unida a los números. Las letras, aquella alcahueta llamada Celestina, el tal Lazarillo e incluso Alonso Quijano, eran un mero obstáculo a salvar en un camino cuya dirección, para mí estaba claramente marcada y trazada y que apuntaba a la Ciencia.

Mucho antes de aquel extraño y tórrido verano habían ejercido sobre mí una fascinación rayana en lo enfermizo los conocidos como “cuerpos platónicos”. Fuego, aire, agua y tierra estarían compuestos por tetraedros, octaedros, icosaedros y exaedros. Todos ellos con supuestas propiedades mágicas, que al menos en mi mente, producían como digo, fascinación y un cierto hechizo. No me cansaba de trasladar a cartulinas de colores líneas que acababan conformando, tras una minuciosa y concienzuda tarea de pliegue, multitud de poliedros en tres dimensiones. Unos cuerpos que unidos a finos cordeles hacía colgar del techo de mi habitación y danzar al viento que entraba por la ventana ojival que daba luz a unos juegos de una infancia un tanto solitaria.

He de decir, por si os sirve de orientación, que la soledad me ha acompañado desde casi siempre a lo largo de mi vida. Ha sido la vida de un hijo único, y la de un esposo traicionado por una mujer que se cruzó en mi camino cuando pensaba que estaba destinada a un futuro brillante.

Guardo de aquella infancia la imborrable impronta que causó en mí el viaje con el que mis padres me obsequiaron con motivo de mi octavo cumpleaños. La impresionante visita a Egipto y a la Gran Pirámide. Por aquel entonces ya era un fanático de los números, pero la visión de semejante obra y las explicaciones que nuestro guía nos dio sobre su construcción y dimensiones me llevaría al estudio de la civilización del valle del Nilo con una dedicación casi obsesiva. No obstante, no era su Historia la que me movía, sino aquella complejidad en la construcción de semejante maravilla, en una era de la que nos separaban más de cuatro mil quinientos años.

A las pirámides le siguieron tras sendos viajes a Inglaterra y Francia, mi fascinación por las construcciones de Stonehenge y la Torre de Eiffel, así como los hermosos y simétricos jardines del Palacio de Versalles. Maravillas todas ellas de las que guardo aún hoy vívidos recuerdos, que se ampliarían años más tarde con bellezas como el Taj Mahal que fuimos a conocer Raquel –mi esposa- y yo, cuando nos desplazamos a la India en viaje de luna de miel.

Surgió en aquel momento en mí un especial interés por la relación entre los números, la geometría y la construcción de diferentes maravillas de nuestro paso por el planeta Tierra. Fue entonces cuando comencé a elaborar la colección de maquetas que con el tiempo llegó a conformar gran parte de la decoración de esta casa que hoy habito, y que curiosamente, –si tenemos en cuenta mis intereses de aquella época- también está formada por una muy extensa biblioteca que abarca todas las ramas del saber. Dicho sea con una modestia en absoluto falsa. Con el tiempo he acabado siendo un absoluto biblioadicto. No solo pululan entre sus volúmenes los números y la geometría. Desde aquel mes de Junio, se hicieron un espacio cada vez más amplio en los anaqueles que albergaban mis libros la Historia, la Literatura, la Filosofía…

He mencionado un extraño y tórrido verano. Me refiero a un lejano mes de Junio. Concretamente a aquel que marcaría mi devenir académico y sobre todo afectivo por el resto de mi aun corta vida. Mucho ha llovido ya desde aquel momento de hace ya más de veinte años.

Eran los días fijados en el calendario académico para la realización de las pruebas de acceso a la Universidad.

Fue en el preciso instante en el que iba a centrar mi atención en la relectura del segundo ejercicio al que me enfrentaba aquella mañana cuando su mano describió una perfecta parábola desde el escritorio hasta su nuca, de la que partía una hermosa y rizada melena negra. Parábola que por un momento breve, casi tan breve como el intervalo que va desde el cero hasta el menos uno, pero que acabó por acercarse al infinito, bloqueó mi mente anulando la más mínima capacidad de reacción, de concentración. Aquel examen, que había preparado minuciosamente y con un rigor extremo había concluido para mí, terminó así de forma abrupta. Ese instante en el que la hermosa melena negra se desplazó en perfecto ángulo obtuso y cambió del hombro izquierdo al derecho, provocando ondas asimétricas y desplazando perfumados centímetros cúbicos de aire fue fatal.

Mi reloj, para mi desesperación no se había detenido. Casi una hora había pasado embelesado con sus rizos.

Con voz grave y actitud inapelable el examinador que había permanecido en extremo atento a nuestra manera de comportarnos anunció:

-El examen ha concluido. Vayan dejando a un lado sus bolígrafos. Pasen sus ejercicios a las filas centrales-.

Aquello no podía ser real. No podía estar pasándome a mí. Quise pedir clemencia, unos minutos más, pero pronto comprendí que todo intento era inútil. No podía remediar en unos pocos minutos lo que a todas luces era una mala pasada del estrés, de la falta de una concentración que nunca hasta aquel momento me había fallado.

Los bucles negros se levantaron ante mi vista flotando para mi estupefacción, al tiempo que la enorme aula iba despejándose a medida que los estudiantes iban desfilando por los pasillos camino del vestíbulo principal de la facultad. Era un desastre. El examen que había de darme acceso al título que tanto había ansiado se había volatilizado. Esfumado, ante mi mirada perdida entre suaves líneas curvas de pelo negro que se trazaban sobre unos hombros de un color curiosamente claro. Sin tiempo para la reacción, aquella hermosa joven de piel nívea se perdió entre el numeroso grupo de estudiantes.

Pasé los meses de verano tratando de digerir lo que me había sucedido a comienzos de Junio. No pude romper el bloqueo al que la imagen de aquella joven morena me había condenado. Tan solo me cupo la resignación del refugio en una Literatura que hasta entonces me había sido indiferente, y el convencimiento de que en las pruebas de Septiembre conseguiría superar con holgura aquel obstáculo que se había alzado en mi camino académico. No era consciente en aquellos días de que mucho más que mi expediente académico, lo que quedaría determinado de forma tajante sería el resto de mis días, hasta esta noche en la que traslado todo aquello al corazón de mi ordenador de sobremesa. Hasta esta noche en la que todo ha terminado para mí.

Tras recibir las calificaciones, excelentes en general pero con una puntuación desastrosa en Matemáticas, mi autoestima y confianza se vinieron abajo.

Abandoné súbitamente mi pasión por las Matemáticas a las que habría acabado odiando si hubiese insistido en su estudio. Un estudio en el que no necesitaba profundizar, puesto que el camino de los números para mí estaba de sobra trillado. Cambié así de interés y posé mi mirada cotidiana sobre la Literatura. Así. De una forma brusca y sin transición. Dando un radical giro de ciento ochenta grados.

Me sumergí entonces en un mundo de palabras encadenadas, entrelazadas, una forma de música y métrica que nunca antes había imaginado. Una métrica que llegó a solapar mis afanes y desvelos por los números ,y que me llevó durante todo el verano a devorar libro tras libro, capítulo tras capítulo los grandes hitos de la Literatura en castellano. Se hicieron imprescindibles Espronceda, Quevedo, Góngora, Cervantes y allende los mares Borges, Uslar Pietri, Vargas Llosa y las selvas donde habitaban Aureliano Buendía y sus vecinos de Macondo.

El que hasta aquel día había sido el laboratorio de elaboración y alambicado de complejas estructuras matemáticas, la biblioteca de la Universidad, pasó súbitamente a convertirse en templo y refugio donde el silencio solo era roto por el suave susurro del pasar páginas y los versos de multitud de poetas y autores que hasta entonces solo habían pasado a mi lado de forma inadvertida, por una ceguera que desde aquella mañana fue inexplicable para mí.

La casualidad- no sé si llamarla con más rigor fatalidad- quiso que volviese a toparme con ella justo a las puertas de la misma biblioteca en la que me refugié cuando me comunicaron que no había conseguido las calificaciones necesarias para cursar mis estudios en la Universidad de Sevilla.

Aun no alcanzo a explicarme de dónde saqué las fuerzas o el descaro necesarios –siempre, hasta aquel día, me habían considerado un joven tímido- para dirigirme a ella. Sin más, a bocajarro, le espeté:

-Hola, ¿sabes que eres en parte la causa de que esté hoy aquí y no disfrutando de unas merecidas vacaciones?

Su cara, frente a lo que cabría esperar, no fue de sorpresa. Me miró con sonrientes ojos oscuros como aquellos rizos que fueron mi perdición, y antes de que pudiese decir nada la interrumpí:

-Pero no te preocupes. Desde el momento en que te he visto en la entrada me he dicho que mereció la pena.

-¿Qué te hace pensar que me preocupo? –Me contestó con la misma sonrisa socarrona en la mirada-.

-Adrián –le dije mientras le tendía la mano con la esperanza de sentir el contacto de la suya-.

-Raquel –fue su respuesta mientras adelantaba su mejilla hacia mí y me ofrecía su perfumada y hermosa piel-.

Tras besarnos no di pie a la retirada y la invité a tomar algo en la cafetería que en aquellos días no estaba muy concurrida. Accedió ella a mi ofrecimiento y durante dos horas, entre cerveza y cerveza fuimos poniéndonos al día de nuestras respectivas aspiraciones sin entrar en exceso en el detalle de nuestros pasados. La vida se nos presentaba llena de aventuras y proyectos y era ese afán por consumir lo que el futuro nos deparase, lo que se convirtió en aquellos momentos en el objeto de nuestra conversación.

Me habló de su intención de estudiar Derecho y opositar más adelante a algún puesto en la Administración. Yo le comenté mi pasión por las Ciencias y mi intención de estudiar alguna Ingeniería que aún no había acabado de determinar, y que con el transcurso de los posteriores acontecimientos acabaría por ser Arquitectura.

Se entabló entre nosotros desde aquel día una amistosa relación que no pasó más allá de la cordialidad salpicada de cada vez más frecuentes risas y alguna que otra salida en grupo para asistir a algún concierto, entre los que estuvo el de Mark Knopfler en el Estadio de la Cartuja de Sevilla. Fue allí, entre los acordes de la guitarra del británico mientras su voz grave susurraba la letra de Private Investigations, y la mirada de soslayo de nuestros contados amigos cuando los labios de Raquel y los míos sellaron un pacto que habría de unirnos de forma agridulce a lo largo de veinte intensos años.

Comenzó entre la música desgranada por nuestro admirado Knopfler un periplo durante el cual nos amamos de forma intensa, pero en el que llegamos a rozar el odio en el peor de los casos, y el hastío y la indiferencia en no pocos periodos.

La pasión se desbordaba entre nosotros mientras duró nuestro paso por la Universidad. Concretamente durante los cuatro primeros años de carrera. Su último curso y los tres que tardé yo en terminar la mía incluyendo el proyecto de fin de carrera, marcaron el comienzo de otra época, una etapa de distanciamiento y fuertes encontronazos marcados por el alcohol, los celos y el odio. Tras esos fantásticos años en los que todo encuentro a solas era tórrido y en los que el sexo entre nosotros traspasaba los límites de lo erótico y la lascivia, y se convertía en algo rayano en la pornografía (nos aficionamos a grabar nuestros momentos de placer y los visionábamos más tarde) comenzó el declive de nuestra relación. Aquellas grabaciones de puro sexo llegaron a escapar de nuestro control en un par de noches de desmadre etílico por parte de Raquel, quien llegó a mostrárselos a alguna pareja de amigos que optó por dejar de frecuentar nuestra compañía, en clara señal de que lo nuestro se estaba deslizando hacia algo enfermizo.

Nunca quiso hablar de hijos. El mero planteamiento por mi parte de la cuestión hacía que ella se enrocase con obstinación y firmeza en sus dos eternas razones: los hijos –incluso aunque fuese uno solo- acabarían con su hermoso cuerpo y con sus aspiraciones laborales, unas aspiraciones que acabó alcanzando cuando aprobó las ansiadas oposiciones a Secretaria de Ayuntamiento.

Llevé aquella decisión suya durante años con resignación y una fuerte decepción puesto que a mí sí me habría gustado formar un hogar al uso, y completarlo con algún descendiente que prolongase a lo largo del tiempo la estirpe de los Clavijo. A cambio, y como “compensación” –esa fue la palabra que empleó- me regaló al acabar mi carrera un cachorro de pastor alemán al que llamamos Brando en un pequeño homenaje al actor por el que ambos sentíamos admiración.

Tras acabar la carrera, Raquel se centró de forma obsesiva y exclusiva en la preparación de aquellas oposiciones. Se dedicó a ellas en cuerpo y alma durante cuatro largos años en los que nuestra relación sufrió la primera de nuestras fuertes crisis.

Por mi parte, me volqué en la recta final de mi carrera de Arquitectura y de esta forma nuestras vidas divergieron paulatinamente hasta casi hacer de ambos unos desconocidos, que solo tras la obtención de la plaza de Secretaria en la provincia de Córdoba volvieron a retomar un cierto aire de normalidad. Normalidad frágil y muy poco duradera como los posteriores hechos demostraron.

Aquella vuelta a nuestra vida en común fue solo un mero espejismo. Quiso el destino que fuese en la ciudad cordobesa de Montilla donde ocupó la vacante por la jubilación de su predecesor en el cargo, y fue la distancia entre la capital hispalense y esta localidad, la que puso la final excusa ideal para ir perdiendo el contacto poco a poco ya que adujo que no podía viajar tanto todos los días. No tardó en alquilar un pequeño apartamento junto a una de las bodegas de la ciudad. No me extrañaría que fuesen los vapores de dicha bodega los que la llevaron a la situación que afronta en estos momentos. No, en serio, desde que se fue a vivir a Montilla no volvió a ser la Raquel risueña que yo conocí, aunque como he dicho, desde el momento en que se aisló de todo para aprobar las oposiciones nunca pude seguir el rastro de aquella mujer de sentido del humor envidiable y de un apetito sexual insaciable.

Como digo, el hastío se instaló pasados los años entre nosotros y no la culpo, pues aunque ella buscó en otros aquella pasión perdida entre nosotros, tampoco yo le fui fiel. Cuando coincidíamos en Sevilla ambos llegábamos tarde a casa con frecuencia y nos enrolábamos en todo tipo de jornadas y congresos que usábamos como excusa y tapadera, para traicionar la confianza que ambos habíamos depositado en el otro años atrás.

Quizá uno de los momentos más tensos entre ambos fuese aquel en el que Raquel viajaba a Barcelona con motivo de unas supuestas ponencias sobre Administración Local. Su avión salía pronto, no después de las seis de la madrugada desde el aeropuerto de Sevilla. Tras coger un taxi con la excusa de no molestarme, me di cuenta de que había olvidado con las prisas –cosa rara en ella- el portátil que solía llevar para sus presentaciones. Cogí mi coche y me lancé a la carrera con el fin de acercárselo antes de que partiese el vuelo de Iberia de aquella mañana. Al llegar a la terminal de salidas pude verla desde la distancia acariciando el pelo de un hombre mucho menor que ella y sonriéndole, con aquella misma sonrisa que me había dedicado a mí aquella mañana en la biblioteca, ajena a mi mirada. Todo a nuestro alrededor se paró en el momento en el que giró su cabeza, despreocupada, y me vio con el maletín en la mano. Sentí mi corazón bombeando sangre a mis sienes. Todo sonido excepto el del bombeo cesó para mí. Finalmente reaccioné. Me acerqué a ella, puse el maletín en el suelo y la miré con frialdad, tras lo cual, fulminé con el gesto a aquel individuo que acababa de arrancar de mi vida de una vez por todas los momentos más felices que había conocido. Me volví y los dejé allí, estupefactos, mientras lentamente, la realidad en torno a mí volvía a ponerse en marcha. Por megafonía anunciaban el vuelo de Iberia con destino Barcelona.

Para mí, como suelo decir a los escasos amigos que pueblan mi vida social si exceptuamos los compañeros de trabajo, en aquel momento “se abrió la veda”. Me convertí, tras superar ayudado por ingentes cantidades de gin tonics una galopante depresión que me duró varios meses, y sin pretenderlo, en un depredador ávido de víctimas a las que abatir sobre cualquier superficie. Sin darme cuenta, eso sí, de que era yo quien sucumbía ante un proceso degenerativo, en el que el cazador acababa siendo presa tarde tras tarde, noche tras noche.

Me volví adicto al sexo y al alcohol. Toda mujer que se cruzaba en mi camino –casi siempre jovencitas- y que mostrase el suficiente interés en mí, pasaba a ser objeto de un elaborado cortejo cuyo único objetivo era satisfacer una necesidad tanto física como mental. Necesidad mental que jamás se satisfizo puesto que cada vez que abandonaba un lecho en el que hubiese yacido con alguien, el vacío se instalaba en mi mente, y no conseguía llenar los huecos de mi agujereada alma hasta que una nueva víctima se me ponía “a tiro”. Estas experiencias no pudieron ser más frustrantes. No solo por la vacuidad de mi actitud, sino también porque por añadidura, al hacer un uso frecuentemente abusivo de la ginebra los gatillazos eran el pan nuestro de cada día.

Decidí por aquel entonces romper bruscamente con casi todo en un intento por volver a encontrarme con el Adrián que fui. Cargué en el todoterreno cuanto cupo y acomodé a Brando en un maletero atestado excepto por el espacio en el que se tumbó el animal. Había conseguido ahorrar una importante cantidad de dinero porque no estaba mal considerado en mi sector laboral. Pusimos Brando y yo rumbo norte y no paré de conducir hasta que recalamos en Luarca, al borde del Cantábrico.

Allí pasamos mi leal compañero y yo más de un año en el que traté de sanar mis heridas con paseos por los acantilados asturianos y con tardes noches de descorche de sidra. La acogida del pueblo asturiano fue excelente y cerca estuve de volver a enamorarme de una chica de pechos generosos y piernas bien torneadas, hasta que saltaron todas mis alarmas porque algo me llamaba como el canto de una sirena hacia el calor de Sevilla. Había ya conseguido entender el bable que aquella mujer me jadeaba de excitación al oído cuando nos revolcábamos en el colchón de mi dormitorio, o sobre el sofá o la alfombra sobre la que reposaba éste. Palabras que prefiero no traducir aquí ya que esta despedida rezuma como podéis comprobar, sordidez por todos los párrafos.

Raquel estaba en dificultades y el rescoldo del fuego que un día ardió entre nosotros y en el que finalmente nos consumimos, pudieron más que la fogosidad de la asturiana y la generosidad de su escote.

María, que así se llamaba la mujer de la que me iba quedando colgado, me despidió con una amabilidad que no merecía. Prometió esperarme un tiempo por si cambiaba de opinión y decidía instalarme definitivamente en el Principado. No hubo lugar para aquello. Raquel fue siempre un veneno para el que nunca hallé antídoto. A pesar de las mutuas traiciones, siempre pudo en mí el recuerdo de aquellos maravillosos años pasados junto a ella, cuando todo el futuro se desplegaba en forma de sueños ante nosotros.

Raquel comenzó por entonces un proceso que le llevaría a su penosa situación actual, una situación a la que yo tampoco he conseguido escapar. Miro hacia atrás y no puedo evitar sentir un poco de envidia de la Reina Isabel II de Inglaterra cuando dijo del 92 que había sido un annus horribilis. Pero vayamos por partes. ¿Lo recuerdan verdad? El 92 no fue solo el año de la Exposición Universal en nuestra ciudad, de las Olimpiadas de Barcelona

Fue el año en el que el segundo hijo de Isabel II, el príncipe Andrés, se separó de su esposa, la duquesa de York; su hija la princesa Ana, se divorció del capitán Mark Phillips; el año en el que la princesa de Gales reveló por primera vez las desdichas de su matrimonio por –entre otras cuestiones, el romance entre el príncipe de Gales y Camilla Parker-Bowles-, y el año en el que el Castillo de Windsor se incendió sufriendo daños considerables. Ya quisiera yo para mí las vivencias de Su Graciosa Majestad, y que ella se quedase con las de estos últimos años de mi vida en común con Raquel.

Me explico, mi esposa fue condenada el pasado mes de Enero en sentencia firme por el Tribunal Supremo a seis años de inhabilitación. Su delito tuvo relación con la concesión años atrás de licencias para construir viviendas en unos terrenos cuyo uso era rústico. Ingenuamente, alegó entre otras disculpas su inexperiencia en el cargo. Pronto quedó demostrada su relación con el propietario de aquellos terrenos, por más que siempre trató de llevarla en el más absoluto de los secretos. Yo no me vi afectado por aquello ya que como queda dicho más arriba, la relación entre ambos estaba absolutamente deteriorada y si no habíamos puesto fin a aquella farsa fue simplemente por desidia.

No fue solo la necesidad de hacer frente al efecto devastador para su economía que la sentencia conllevó, sino sobre todo el oprobio de verse continuamente señalada por el dedo acusador de los medios de comunicación y el rechazo frontal de una población como la de Montilla, que por la época de los hechos que la llevaron a dicha situación contaba ya con unos veinte mil habitantes, lo que acabó por derrumbar el castillo de naipes que habíamos construido juntos.

Como es sabido, según la Ley de Murphy, si algo puede salir mal probablemente saldrá mal. Así, por mi parte, también yo tuve mis particulares momentos de gloria, ya que por un lado vi cómo se paralizaba una obra de suma importancia por el hallazgo de restos arqueológicos en la zona del Aljarafe, concretamente en Valencina de la Concepción. Tartesios y romanos cobraban vida en el subsuelo de esta localidad y se aliaban contra mí que veía cómo peligraban la construcción de numerosas viviendas y una importante cantidad de dinero en mi cuenta corriente. Por otra parte, y quizá fuese lo peor para mi creciente reputación, un error de cálculo en la resistencia de unos materiales provocó el derrumbe de la estructura del techo de una nave industrial en la también aljarafeña localidad de Espartinas.

En cuanto a Brando, he de decir que la displasia pudo finalmente con él y hube de sacrificarlo en una tarde en la que Raquel no contestaba a mis llamadas. Hube de esperar tremendamente solo a la incineración de aquel noble animal, en un centro veterinario de las afueras de la capital. Mis tostadas no paraban de caer todas por el lado de la mantequilla.

Todo parecía condenado a derrumbarse en torno a nosotros cual castillos de arena construidos frente a cualquier mar. Los embates de decisiones tomadas en caliente y un tanto a la ligera estaban acabando con nuestra vida en común. ¡Qué paradoja! Yo, que sentí pasión por el cálculo y el control de los factores, me veía desbordado por una realidad que, –ya sé- se mostraba ingobernable. No había contado con el azar.

Con la distancia que dan los años no paro de preguntarme qué falló en la relación de dos personas que lo tenían casi todo para salir venturosos de la travesía a la que los sometía la vida. Una vida breve aún pero que parece hoy condenada al más estrepitoso de los fracasos. Por desgracia, si cabe más aun, he de decir que no he podido dejar mi adicción a la bebida. Lo intenté por medio de un terapeuta, pero fue en vano.

En los años postreros de nuestra relación retomé mi pasión por las Matemáticas abandonando de nuevo la lectura de todo aquello que no estuviese relacionado con ellas en un intento desesperado por volver a aquella época en la que el deseo de aventuras y las ganas de devorar el mundo eran mi leit motiv. No quería reconocer que me encontraba más cerca de convertirme en un un semicarroza de más de cuarenta años que de aquel joven que pretendía ser ingeniero y llevar una vida de absurdo lujo. El pasado queda atrás y es imposible perseguirlo. Absurdo diría yo.

Ha sido trasteando en mis libros sobre la materia cuando me he topado con una cita que me viene ahora como anillo al dedo, valga la ironía. Así, el genial matemático del siglo XVIII, Lagrange, escribió en su día al también matemático D´Alembert acerca de su boda lo siguiente: “No sé si he calculado bien o mal, o más bien creo no haber calculado nada, pues yo habría hecho como Leibniz, que a fuerza de reflexionar no pudo jamás decidirse. Como quiera que sea os confesaré que jamás he tenido gusto por el matrimonio, y que jamás me hubiera prometido si las circunstancias no me hubieran obligado”.

Me enfrasqué así en todo lo que tuviese que ver con el infinito. Tal vez en un desesperado e inconsciente intento por que lo nuestro no acabara, porque se prolongara en el tiempo cual líneas paralelas que desarrollasen su existencia siempre una al lado de la otra. Condenadas eso sí a no encontrarse jamás.

Raquel se fue hace unos días camino de no sé qué tipo de autodestierro. Obviamente abandonó Montilla hace meses. La presión en las calles fue superior a su voluntad de aferrarse a su vida allí.

En una especie de canto del cisne nuestra relación se reavivó por unas semanas antes de extinguirse finalmente como un fuego que se quedase sin oxígeno de forma súbita. Fue una llama que se consumió muy poco después de encenderse.

El sonido de la puerta al cerrarse sonó en mi alma como un disparo letal. Tras la estela profundamente negra que dejó su rizada melena derramada sobre suaves hombros, vi dibujados en el frío de la noche los versos de Don Pablo.

El teorema de Neruda quedó formulado en el vacío de nuestra casa, solo ocupado ahora por polvorientas maquetas y libros que hablan de Álgebra, Geometría, Filosofía, Historia, Literatura. De amor, odio y olvido. Fue paradójicamente el poema número veinte de sus 20 Poemas de amor y una canción desesperada el que flotó en el aire tras su retirada. Veinte eran los años que conoció nuestra andadura más o menos juntos y veinte los años con los que contábamos cuando la pasión se desbordaba a cada roce de nuestra piel.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.

Mientras el cursor parpadea en la pantalla del ordenador, sobre la mesilla de noche me aguardan sendas cajas de somníferos recetados por mi psiquiatra para ocasiones en las que no logre conciliar el sueño.

Una botella de Hendrick´s las escolta junto a suficiente hielo y tónica. La decisión ya está tomada.

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Por José Manuel Lasanta Besada

Licenciado en Ciencias de la Información, Periodismo, que se creyó Don Quijote, chocó con los molinos a las primeras de cambio, se levantó, y aquí sigue.

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