I’M NOT THERE
No. Él no estaba allí ni lo estaría nunca. El chico de Duluth, Minnesota se había convertido, por obra y gracia de la música y del propio destino, en un ser mítico, legendario, cuasi divino. Un ser con siete cabezas, siete vidas, siete almas…incapaz de entender el mundo que le tocaba vivir y menos aún entenderse a sí mismo. Una contradicción hecha hombre, guitarra y armónica, ensamblados como un bloque, inseparables. Para ser honestos con todos vosotros esta puede ser la crítica más subjetiva de todas las que leáis sobre la película en cuestión. Venero a Robert Allen Zimmerman (1941) y todo lo que significa para la literatura y la música, con sus errores y cambios de rumbo, y nunca me perdonaré el no ha haber ido a verlo al estadio Chapín de Jerez cuando en una de sus giras se acercó por estos lares.
En vez de escribir las líneas que suscribo hubiera dado mi brazo izquierdo por rodar este filme si la vida me hubiera llevado por otros vericuetos. Pero lo hizo y muy bien por cierto Todd Haynes (Los Ángeles, California 1961), que ha plasmado en imágenes aquello que yo soñaba hacer sobre Bob Dylan. Demos un largo paseo por el pasado y rebobinemos nuestras mentes. Desde que los norteamericanos adoptaron a los mejores cineastas del momento que huían de una Europa caída en desgracia por el ascenso de los totalitarismos, primero se convirtieron en la gran potencia cinematográfica del pasado siglo (allá por los años 20/30) y casi al mismo tiempo comenzaron a crear, entre otros géneros, obras encaminadas a contar la vida y milagros de personajes ilustres o famosos de toda clase de ámbitos, desde la política a la ciencia pasando por la música, el deporte o la historia. He visto muchas de ellas, algunas magníficas, pero me he dado cuenta que la mayoría pecan de lo mismo. Narran las biografías de una manera plana, superficial y sin matices, pasando de puntillas por los aspectos más oscuros del retratado en cuestión, no profundizando en ellos o simplemente no dando una visión personal por parte del director. Para eso cualquiera de nosotros podría coger una enciclopedia o entrar en Wikipedia y sería un tanto de lo mismo. Incluso nos ahorraríamos el precio de la entrada.
Afortunadamente aquí no sucede nada de eso. Se trata de una mezcla entre biografía y relato etnográfico, cóctel que a la postre resulta espléndido. A la vez que Haynes muestra desde su punto de vista todas las caras del mito, el propio autor intercala entrevistas con un estilo heredero del documental, todo ello salpimentado con saltos adelante y atrás en el tiempo que para nada son confusos. Son claros y transparentes como la pasta de las gafas de cerca a través de las cuales escribo. Aunque quizá haya algo que puntualizar. Para poder entenderla y disfrutarla en toda su pura esencia, ya que tiene más capas de cebolla que una sopa de ídem, uno tiene que manejar unas ideas básicas sobre el personaje protagónico.
Ante todo hay que destacar el salto mortal con doble tirabuzón que realiza el director. Su obra anterior, Lejos del cielo (2002), rezuma clasicismo por todos sus poros. Y ahora va el tipo y se marca este I’m not there (2007). Lo que hace verdaderamente original a este biopic es la piedra angular del guión: la división de Dylan en siete personalidades diferentes, convirtiendo en símbolo cada una de ellas haciéndolas coincidir con una etapa determinada de su carrera, a la vez que supone una evolución personal, un análisis antropológico y un recorrido musical. Brillante, Todd, ese golpe de efecto maestro resulta una metáfora de lo poliédrico que es este singular artista, de como se fue reinventando a cada paso. Pero además nos hace reflexionar sobre nuestra condición humana, sobre todos nosotros, que al igual que él somos muchos seres dentro de uno. Contradictorios, sinceros, maniáticos, generosos, cultos, violentos, primitivos, adictos, ególatras, amantes…la lista es larga. Sigmund Freud se frotaría las manos de placer.
Esas siete personalidades van desde el rockero andrógino y enganchado que hace del cinismo y el nihilismo su bandera, pasando por el cantante folk que abraza el cristianismo y canta gospel, el actor de cine que se convierte en estrella, cuando se ve atrapado en su mentira huye hacia adelante y pierde a su familia o el niño vagabundo que escribe y canta creyendo ser Woody Guthrie en persona.
De esas interpretaciones destaco dos especialmente: la deliciosa Cate Blanchett como Jude hace que me tiemblen las piernas con su ironía, su imagen y su descaro, y el lamentablemente fallecido y grandioso actor Heath Ledger provoca que mi corazón lata con más fuerza gracias al carácter y carisma que da en pantalla. He de decir que junto a Joaquin Phoenix es el único que desprende algo parecido a lo que hacía ante la cámara Marlon Brando. La energía le sale por los poros, hay verdad en su mirada, en sus gestos, en sus reacciones. Un caso aparte merece la inclasificable Charlotte Gainsbourg, que a medida que la veo crece más y más. La cámara la adora, eso se nota. Es una actriz extraña, intuitiva y para mi gusto muy atractiva, con una belleza fuera de los cánones. Saltan chispas entre ella y Ledger, la química es evidente. Para acabar con las interpretaciones, comentaros las apariciones episódicas que tiene la magnífica Julianne Moore como una cantante folk y activista por los derechos civiles que habla de Bob en un tono claramente documental. No puede ser más diáfano que es un trasunto de Joan Baez, esa queridísima y grandiosa cantautora que tuvo un papel importante en los inicios del genio, formó con él un dúo inolvidable de 1963 a 1965 y tuvo con Dylan una breve pero intensa historia de amor. Eso se refleja en la canción que de manera sutil le dedicó, Diamonds and rust. En el plano personal, ella me marcó sentimentalmente primero por los vinilos que mi madre ponía en casa y luego por su compromiso, del que fui consciente mientras yo crecía.
La recreación del ambiente de cada época/personaje es espléndida, muy cuidada y sin estridencias. La fotografía del experto Edward Lachman, que suele trabajar con el director, mezcla aquí de manera magistral B/N y color, con la emulsión y el grano adecuados. El montaje por su parte tiene ritmo a pesar de la extensión del metraje y los toques surrealistas, mágicos e incluso oníricos enriquecen el conjunto de manera sorprendente.
Y por último pero no menos importante, la música, la gran protagonista. Hay que decir que Dylan venció todos los obstáculos: enclencle, feucho y con una voz nada melodiosa (en contraste con los crooners e incluso con Elvis o Roy Orbison), chocaba de frente con los gustos de los primeros años 60 pero consiguió algo único, cantar canciones que iban perfectamente integradas en su época y momento, siendo además complejas, metafóricas y poéticas a partes iguales. Incomprendido y controvertido llevó y sigue llevando la música tradicional a cotas impensables. Por encima de idiomas, creencias religiosas, ideas políticas o preferencias sexuales se nos sigue poniendo los pelos como escarpias cada vez que en la radio de la cocina, un martes cualquiera, suenan las primeras notas de Like a rolling stone. Entonces es cuando, señoritas y caballeros, podemos empezar a bailar.
Como guinda del pastel, quisiera aconsejaros algunas películas o documentales relacionados con él: No direction home (2005), Don’t look back (1967), The last waltz (1978), Bob Dylan in concert (1986), Renaldo and Clara (1978) y por supuesto Pat Garrett & Billy the kid (1973).
P.d. Si habéis leído esto, sois la resistencia…
Alan Smithee, jr.