No soy amigo de llevar lo que llaman “vida social”. He acabado amando y necesitando el refugio que la soledad me ofrece. Desde la muerte de Alba son los libros que inundan nuestra casa y el silencio que se instaló en ella mis motores. He conseguido desde entonces volver a escribir. Una actividad que se había visto bloqueada por la omnipresencia de mi mujer hasta que aquella maldita enfermedad acabó con ella. Sin ella, sin su ayuda constante y obstinada, los volúmenes de mi biblioteca se amontonan en las habitaciones, sobre alfombras, sobre la tarima desgastada de tanto transitarla tras sus pasos, en los butacones, en un caos imposible de organizar. Muchas veces lo he intentado y todo parece condenado a desorganizarse a medida que mis ansias de conocimiento y placer solitario me asaltan. Hace tiempo que me deshice de radios y televisores. Ahora reposan en el sótano de esta casa. He conseguido amar el silencio. La ausencia de Alba hizo que me refugiara en él.
Cuando no salgo a caminar con Ron, nuestro pastor alemán, dedico mi tiempo a trazar sobre papel frases encadenadas que no me llevan a ningún destino. Una y mil veces acabo arrugando las hojas que terminan por alimentar la chimenea en un acto que se ha tornado ritual. No uso ya el ordenador. Yace también en las catacumbas, al final de las escaleras.
También lleno los espacios que marca el carrillón del reloj del recibidor dando lustre al coche de Alba. Un viejo Volkswagen del año 1974. Un Escarabajo de color azul, como el cielo de este sur peninsular en las tardes de verano. Cinco plazas que bien podrían haber sido dos, puesto que nunca viajábamos con nadie.
La invitación de Blanca llegó, hace un par de semanas, como era de esperar en una mujer clásica como ella por correo postal. Un suave sobre color crema y una tarjeta del mismo color con un mensaje escrito por su mano. “No puedes faltar. Tienes que acabar con tu aislamiento. Ven y diviértete. Antonio, los niños y yo te esperamos”.
Conociendo a la anfitriona, opté por el coche de Alba para asistir al evento. Supuse que pasaría más inadvertido entre los invitados puesto que ella amaba lo clásico y rehuía los avances tecnológicos, entre los que estaban especialmente incluidos los nuevos y silenciosos vehículos eléctricos e híbridos. No obstante, eso no le había impedido contar en su extenso parque móvil con un sedán Mercedes Benz último modelo, así como un todoterreno de la máxima potencia marca BMW.
La fiesta, como había temido desde la recepción del mensaje resultó demasiado bulliciosa para mí. Deambulé por el jardín con una copa de wodka con limón en mi mano la mayor parte del tiempo, tratando de esquivar conversaciones insulsas para un solitario como yo.
Tras aguantar estoicamente durante más de tres horas en una continua huida de este cargado ambiente decidí que había llegado el momento de abandonar la morada de la anfitriona.
Me despedí y monté en el coche. El olor a cuero de la tapicería recién restaurada me reconfortó. Acaricié el volante con acabado en madera y tras arrancar el motor del 74 enfilé el camino de salida de la mansión.
La fiesta en casa de Blanca habría acabado haría una hora y media. Yo no había querido aceptar su invitación a pasar la noche con su familia. “No soy amigo de molestar” -me había excusado-.
No hacía frío por lo que había optado por conducir el Volkswagen con la capota bajada.

Debía haber cogido el moderno coche o al menos el navegador portátil porque tras encontrar un cruce y un paso a nivel con barrera me vi perdido en medio de una carretera absolutamente desconocida para mí. A lo lejos vislumbré una figura un tanto borrosa. Aceleré y me acerqué a ella.
Paré el descapotable a una distancia prudencial y llamé a la mujer de melena oscura que caminaba pegada al borde izquierdo de la carretera. Con un movimiento lento de su cabeza, se giró hacia mí y unos serenos ojos verdes me sonrieron con amabilidad.
-“Llevo viéndole por aquí desde hace días, semanas tal vez” -me dijo-. “Juraría que está usted perdido” -continuó con voz tranquila-.
Aquello era absurdo evidentemente. No obstante no quise llevarle la contraria. Necesitaba ayuda y quizá aquella extraña mujer pudiera ofrecérmela.
-“En efecto, lo estoy” -respondí extrañado como digo por su comentario, al tiempo que una enorme lechuza se lanzaba desde la rama de una encina en busca de algún roedor-. “Llevo rato buscando la salida hacia la capital y no acabo de encontrarla. Una y otra vez vuelvo a este punto de la carretera” -le confesé-.
No había bebido mucho puesto que no quería tentar a la suerte en una vía que no conocía más que a través de los mapas de carreteras. Tampoco confío todo hay que decirlo, en los modernos sistemas de navegación por satélite. En cualquier caso, nunca recurro a ellos cuando opto por conducir el viejo Escabajo de Alba. Tan sólo el moderno híbrido cuenta con esa posibilidad.
La mujer de ojos felinos, vestida con un oscuro y anticuado traje de fiesta calló por unos instantes y de nuevo con una serenidad que helaba la sangre manifestó: “También yo ando un tanto perdida. Dejé hace ya años la fiesta de Blanca Cortés pero no acabo de avanzar por este camino. Una y otra vez la noche me devuelve a este punto en el que un joven como usted, también perdido, me pide ayuda para romper este bucle en el que parecen haberse convertido nuestras vidas”.
A todas luces, aquella mujer sufría algún tipo de desorientación. No obstante no parecía haber bebido y no la recordaba de la fiesta de Blanca.
-“No debería usted caminar sola por esta carretera a estas horas. Monte si quiere. La acercaré hasta algún lugar más seguro” –me ofrecí-.
Descendí del viejo auto y le abrí la puerta del copiloto invitándola a subir. Pasó a mi lado y tras el leve movimiento de aire que provocó su vestido, experimenté una súbita descarga electrostática. Quedé bloqueado.
He despertado esta madrugada con el cuerpo aterido. El Volkswagen está aparcado en el garaje de la casa.
El navegador del híbrido que adquirí antes de la muerte de Alba me indica que estoy en casa de Blanca. Hay una extraña mujer sentada al pie de la escalera de mi vivienda.
Una lechuza ha alzado el vuelo desde la arboleda cercana a la casa. Lleva un pequeño roedor en el curvo pico.
Según el reloj digital del salpicadero es viernes uno de junio. Mañana estoy invitado a la fiesta de Blanca Cortés.
Ron ladra. El carrillón del recibidor suena en la madrugada.