UN MONUMENTO A LA TRADICIÓN DEL ESPERPENTO ESPAÑOL: DON LUIS GARCÍA BERLANGA (Y III)
Para empezar este último capítulo quería referirme a una broma personal que lo acompañó siempre: la expresión imperio austrohúngaro. La usó de casualidad en sus dos o tres primeros trabajos y, al revisarlos y darse cuenta de ello, continuó poniendo la cita en boca de alguno de sus personajes a lo largo y ancho de toda su carrera. Diríamos que fue la versión española y socarrona (con socarrat, moltes gràcies) de las apariciones de Hitchcock en sus filmes, aunque en el caso del valenciano nunca sabíamos cuándo iba a acontecer la archiconocida expresión. Tanto una como otra fueron ideas curiosas propias de dos cineastas únicos.
Estoy escribiendo estas líneas y me doy cuenta que mañana sábado es doce de junio, y que en unas pocas horas se cumplirá el centenario del nacimiento de Luis García Berlanga. No es casualidad que hoy esté yo aquí. Sé por una entrevista a uno de sus hijos que el 12 de junio de 2021 se abrirá una caja, no sé bien donde está, con algo que su padre dejó para que viera la luz ese día. Nadie sabe nada pero me encantaría que se tratara de un guión póstumo. La locura de un visionario que encima es valenciano llega hasta después de muerto. Genio y figura hasta la sepultura.
Entre la década de los 90 y la primera de este siglo en el que estamos inmersos fui intercalando visionados de películas más o menos actuales, como la genial La vaquilla (1985), retrato divertidísimo pero con un poso amargo de la guerra civil española que no pudo hacer en los años 50 por mor de la censura y cuyo guión, que tuvo diferentes revisiones y nombres, tenía guardado en un cajón como un viejo proyecto, la flojita pero entretenida Moros y cristianos (1987), en torno a las peripecias de una familia de turroneros levantinos con aspiraciones o la subvalorada Todos a la cárcel (1993), que pone a caldo a la administración, a la cultura del «cultureta» y a la política de subvenciones/chanchullos utilizando como excusa el Día Internacional del Preso de Conciencia en la cárcel Modelo de Valencia, con otras emblemáticas de su filmografía como Plácido (1961) o El verdugo (1963).
Estas dos últimas películas me sirven de trampolín para saltar a las aguas del cambio, las del giro de 180° que supuso en la vida de Luis García Berlanga el conocer a un chico de provincias, concretamente de Logroño, que quiso de adolescente ser cocinero, torero e incluso anacoreta, emigró a Madrid para buscarse la vida como escritor, se dio cuenta enseguida de la enorme dificultad de la empresa y acabó convirtiéndose en el mejor guionista de la historia del cine español y parte del extranjero. Hablo por supuesto, y me pongo en pie para hacerlo, de Don Rafael Azcona Fernández (Logroño 1926-Madrid 2008), que frecuentó muchas tertulias y cafés, colaborando con asiduidad en la revista satírica La codorniz y escribiendo algunas historias, hasta que en la década de los 50 conoció al director levantino, entendiéndose ambos de buenas a primeras.
Plácido fue la primera colaboración conjunta entre Rafael y Luis, firmando a partir de ahí, se puede decir que como uno solo, durante las siguientes tres décadas, tal que la pareja bicéfala que por no tener no tenía nada de extraña. Su modus operandi era muy sencillo: quedaban habitualmente en los cafés, en los bares, en las terrazas, y hablaban de lo cotidiano, de los sucesos del periódico, veían pasar la gente y la vida por delante, escuchaban las conversaciones de sus vecinos de mesa, trataban con camareros, transeúntes, guardias urbanos, tenderos o vendedores ambulantes. En ese caldo de cultivo les venía a cualquiera de los dos una idea y la desarrollaban entre risas, cervezas y pinchos de tortilla, entre vermuts y gildas, nunca dejando que la seriedad los atenazara pero tampoco dejando de ser fieles a sí mismos. Pasado un rato volvían a sus charlas «intrascendentes» y cada uno se iba para su casa. Y allí Azcona, tras su biombo y sus gafas de pasta, plasmaba esa idea en papel, dejando lo esencial. Decía que lo que se le olvidaba por el camino o desechaba en su cerebro es que no merecía la pena, era una especie de selección inconsciente. Así de sencillo, no había trampa ni cartón. Sus palabras y diálogos venían y bebían de la vida, no de los libros o el teatro, por eso sus historias siempre fueron tan personales, tan únicas, tan reales. Y así, el cine de Berlanga cambió.
El fondo de sus historias seguía siendo crítico, con un punto entre amargo, ácido y tierno, pero ahora con el riojano se le añadían grandes dosis de mala leche. El humor negro mezclado con el desencanto y el esperpento hacían un cóctel explosivo contra una corriente sistemática y unidireccional que lo envolvía todo y que un grupo de cineastas, escritores y poetas se atrevieron a desafiar, con inteligencia y humor.
Contaré una historia muy personal. Tuve la enorme fortuna de conocer a Rafael Azcona durante un congreso de Literatura y Cine que organizó la Fundación Caballero Bonald en Jerez a finales de los 90 del pasado siglo. Al acabar su clarividente y divertida conferencia lo «asaltamos» unos cuantos jóvenes admiradores sin ningún tipo de problema, pareciéndonos alguien encantador y humilde, con el que se podía conversar de igual a igual y a quien le encantaba rodearse de gente joven con espíritu y de gente con espíritu joven, que no es lo mismo pero es igual. Nos dio ánimos para atrevernos a hacer cosas, a probar caminos nuevos, y finalizando la improvisada charla nos sentenció: yo solamente tengo clara una cosa en la vida, que hay que meter la cortina de la ducha por dentro…reímos todos, estábamos ante un genio. A Berlanga en cambio no tuve la suerte de conocerlo en persona.
Plácido es posiblemente su mejor obra, la más redonda. En el plano internacional fue un rotundo éxito, siendo incluso nominada a los Oscars, en los que solo hincó la rodilla ante el Bergman de Como en un espejo. No es ni más ni menos española que el resto de sus películas pero eso sí, es el retrato más descarnado y esperpéntico de nuestra sociedad ibérica. Se ha hablado tanto de ella que no deseo profundizar, sólo animaros a que la veáis con ojos puros y limpios de prejuicios. Yo la pienso y la miro como algo muy nuestro, no de esa época sino de cualquiera que contemplemos o vivamos en nuestras carnes. Se suele catalogar como una comedia costumbrista pero para un servidor es una tragedia vestida de un humor muy negro y muy triste. Devastador retrato de personas sin alma, hipócritas frente a pobres de solemnidad y frente a un pobre diablo que en Nochebuena se las ve y se las desea para pagar la primera letra de su recién estrenado motocarro. De alguna manera somos tanto esos pobres como la misma burguesía, albergamos una cucharadita de doble moral, de mezquindad, de esperanza, de cobardía y una pizca de inocencia en nuestras almas de seres humanos imperfectos, por eso vemos sus obras y la risa se nos queda como al gato de Chesire, congelada, estamos contemplando nuestra imagen en el espejo.
En cuanto a El verdugo, estamos ante otra obra inconmensurable, de proporciones colosales. Narra cómo el sistema empuja a un buen hombre a hacer algo que no desea para poder salir adelante. Aquí el humor es más negro que los ataúdes que el protagonista acarrea al principio del filme. Por favor os lo pido no penséis que esa época y ese cine español no merece la pena, fueron momentos dorados en los que un buen puñado de cineastas pusieron patas arriba muchas cosas en una sociedad férreamente reprimida y represora. Bromeando un poco con la famosa frase de La Bella y la Bestia, lo mejor no está siempre en el exterior, hay que poner en valor el patrimonio y el arte que tenemos en casa, que es mucho. Por eso admiro tanto a los franceses y su peyorativo chauvinismo.
Curiosamente, la película con la que terminó la obra del valenciano y con la que comencé a divagar, París-Tombuctú (1999), tiene mucho que ver tanto con Calabuch como con Tamaño natural. Es como una mezcla de las dos pero con personalidad propia. También vilipendiada en su momento, es para mí el perfecto compendio de toda su carrera y un claro homenaje a los maravillosos actores y actrices que poblaron su cine y que yo también quisiera homenajear: Fernando Fernán-Gómez, Amparo Soler Leal, Chus Lampreave, José Luis López Vázquez, Michel Piccoli, Elvira Quintillá, Manolo Morán, Pepe Isbert, Lolita Sevilla, Luis Ciges, José Sacristán, Julia Caba Alba, Alberto Romea, Félix Fernández, Julia Lajos, José Luis Ozores, Margarita Muñoz Sampedro, Juan Calvo, Manuel Alexandre, María Vico, Cassen, Amelia de la Torre, Nino Manfredi, Luis Escobar, Emma Penella, Agustín González, Alfredo Landa…
Termino como empecé, con una cita de Luis, que definía a la perfección lo que pensaba de la vida: «yo he dicho siempre que esta sociedad es una mierda, pero por desgracia mi cine y yo navegamos en el barco de esta sociedad. Puede que no sepa darle un golpe de timón pero, por si acaso, lo que hago es mear siempre en el mismo sitio, a ver si consigo abrir un agujero por el que se termine hundiendo el maldito barco«.
P.d. Si habéis leído esto, sois la resistencia…
Alan Smithee, jr.