PAOLO, QUÉ SORRENTINO ERES, CANALLA

Pensaba escribir como todos los mediados de agosto una pequeña nota veraniega, un hasta finales de verano, pero no he podido. Será una despedida más agria que dulce. La vida nos ha cogido otra vez con el pie cambiado. El enorme afecto que le tengo a una amiga que acaba de fallecer me lo ha impedido. Y me ha brotado este acto de amor, como un esqueje recién plantado nace de la tierra que parece yerma. Ya no soy el mismo que hace unos días, nunca lo somos cuando un ser que quieres se va de repente. Además, he tenido muchas otras experiencias y he contemplado más atardeceres que el conde Drácula, así que esa mirada antigua de mi pasado reciente no volverá nunca más.

En realidad no sé cómo empezar esta reflexión. El síndrome de las tres Aes me ha atrapado. Abrumado. Absorto. Alucinado. Así me siento ahora. En mis años mozos me dejaba guiar en muchas ocasiones por las listas, ya fueran de éxitos musicales, de libros más vendidos o de mejores películas de la historia del cine. Pero poco después me di cuenta que todo no era más que un ejercicio de marketing llevado a cabo por intereses varios y además una práctica muy habitual en el mundo anglosajón, mundo que ni entiendo ni comparto. Ellos son esclavos de las listas, cada vez más. Y claro, poco a poco me fui creando una personalidad con criterios propios a lo largo y ancho de mi adolescencia, para pasar literalmente de las dichosas listas.

A estas alturas, casi con medio siglo en el cuerpo, no tengo listas de nada, en todo caso la anárquica y heterogénea de la compra cuando se tercia. En mis gustos artísticos no existe el sindicato vertical sino que la horizontalidad domina mis preferencias, en especial con estas calores que nos toca soportar a los humanoides de este planeta llamado Tierra. En el terreno literario por ejemplo, hay unos cuantos libros que me llevaría a una isla desierta. Rememorando la última parte de esa genial distopía de Ray Bradbury que es Fahrenheit 451 (con esos hombres y mujeres libro que habitaban ese bosque apartado y metafórico, se aprendían de memoria una obra y la iban transmitiendo oralmente a la siguiente generación), yo sería cual hombre libro (y libre) La conjura de los necios de John Kennedy Toole, Soseki, inmortal y tigre de Fernando Sánchez Dragó, La sonrisa etrusca de José Luis Sampedro o Viento del Este, viento del oeste de Pearl S. Buck, dependiendo de dónde me encontrara así como el estado anímico de mi alma más o menos atribulada.

Lo mismo ocurre con el cine. Nunca hice una lista de mis diez, quince o veinte filmes predilectos. Es cierto que tengo uno que está por encima de todos. Cual el misterio divino es uno y trino, ya que se trata de una trilogía, en concreto la trilogía de El padrino (1972), El padrino: parte II (1974) y El padrino: parte III (1990), las tres dirigidas por ese maestro que sigue siendo Francis Ford Coppola. Estas obras suponen para mí algo tan especial y grandioso que no lo puedo describir con meras palabras. Cuando las reúna primero y las ordene a continuación escribiré un emotivo, analítico y largo artículo, sin embargo de momento no me siento preparado para afrontar tamaña empresa. Volviendo sobre nuestros pasos, hay un buen ramillete de películas que sin ningún orden ni preferencia me llenan la pupila de luz, ensanchándome el alma hasta provocar que mis pulmones y mi corazón irradien felicidad por sus cuatro costados. No voy a nombrar a ninguna para mantener el misterio. De vez en cuando, sin previo aviso, en los próximos años iré sumergiéndome en las profundidades de mi psique, desvelando capa a capa cual si de una Allium cepa cualquiera se tratara (comúnmente conocida como cebolla), las interioridades de algunas de ellas, gota a gota, verso a verso…

También en el siglo en que nos hallamos unas cuantas cintas me han cautivado, convirtiéndose en referentes por derecho propio. Sin embargo hay una que sobresale y me parece la película de lo que llevamos de nuevo milenio: la italiana La gran belleza (2013), del director Paolo Sorrentino. De este napolitano de cuna casi de mi quinta ya tenía noticias. Había visto su rareza Un lugar donde quedarse (2011) con un espléndido Sean Penn y sobre todo me había enamorado con Il divo (2008), ácido a la vez que tierno fresco del otrora líder incombustible de la Democracia Cristiana y guadianesco Primer ministro de Italia Giulio Andreotti. Ahí conocí a su actor fetiche, el brillante y contenido Toni Servillo. A éste lo había adivinado en un papel pequeño pero lleno de fuerza en Gomorra (2008), mas en el retrato del político comenzó mi idilio con el intérprete italiano. Desde luego es el absoluto protagonista de la magna obra que nos ocupa hoy.

El profundo desenfreno de la ciudad eterna

Esta película llega a mi vida como un soplo de aire fresco que se transforma como por arte de magia en un elefante entrando no en una, sino en todo un polígono industrial lleno de cacharrerías. Mi corazón se desboca, mis sentimientos se ponen en órbita Laika creándose de la nada más absoluta una nueva constelación más allá de Orión llamada SENSIBILITÁ. Todo porque en esta amarga visión de la fauna mundana que pulula por las noches de la llamada ciudad eterna hace aparición, cual rayo en cielo abierto durante la fiesta de su 65 cumpleaños, el genuino Jep Gambardella. Con sólo dos monólogos, uno al inicio y otro en el epílogo, se podría definir su personalidad y captar la esencia de este escéptico y desilusionado personaje, que desde que arribó a las playas de Roma como navío solitario no hizo más que corromperse día a día, fiesta tras fiesta, banalidad tras banalidad. Escribiendo tan joven su primer libro tuvo un gran éxito, sin embargo lo único que perseguía era la búsqueda de la belleza.

Aún sigue haciéndolo. Lo que ocurre es que en estos cuarenta años estuvo llamando a las puertas equivocadas. Se convirtió en periodista diurno y fiestero noctámbulo, el de más clase de toda la urbe. En ese circo romano moderno plagado de muertos en vida (en muchas ocasiones se ven a diferentes personajes tumbados, meditabundos, aburridos y lánguidos como cadáveres), dirigidos por mi tocayo con un estilo que me recuerda a Fellini 8½ (1963) y alrededores, Gambardella es el único ser lúcido que se da cuenta de su grandeza pero a la vez de su penosa mediocridad. En él visualizo las dos caras de Jano, que aparte del dios de las puertas asimismo conduce a la idea de cambio, supone la evolución del pasado al futuro cruzando el umbral que denominamos presente. Eso es precisamente lo que simboliza nuestro Jep, que tiene al menos la decencia moral de incluirse en ese trenecito de fiestas vacías y pretenciosidades variopintas, con continuas referencias literarias a Moravia, Flauvert, Proust, Breton, Pirandello, D’Annunzio, Turguéniev o Dostoyevski. Todas y cada una vacías de contenido, trufadas de un ego tan enorme como la catedral de Burgos.

Un encuentro decisivo con una niña llamada Francesca, que le dice a la cara que él no es nadie, le conduce hacia la luz. Eso le hace reflexionar, tener la suficiente clarividencia para darse cuenta de lo fundamental, y le cito: «La mayor certeza de cumplir 65 años es que no voy a hacer aquello que me hace perder el tiempo». Estoy de acuerdo, ¿dónde hay que firmar? Llevándolo al terreno personal de mi existencia, me di cuenta de eso antes de cumplir los cuarenta, pero para todo hay contradicciones. Para algunas cosas tengo las ideas nítidas mas para otras me considero un inmaduro recalcitrante. Ahí supongo que reside mi sex-appeal, digamos que desubico a las personas que me rodean. Me siento muy identificado con Jep cuando comenta que la búsqueda de la belleza, en cualquiera de sus formas y expresiones, es lo que ha ido tejiendo su vida. Aunque eso signifique ser poco práctico en otras órdenes de la misma. Afortunadamente Nuria hace de mi contrapeso perfecto, me pone los pies en el suelo, a veces en demasía. Nunca tenemos que perder nuestra esencia, aunque hay que estar abierto a enseñanzas que nos hagan crecer. Fuera el orgullo, dentro la humildad.

BELLEZA con mayúsculas es lo que domina esta maravillosa experiencia fílmica. Visual y estética, como la secuencia de los flamencos en la terraza con «la Santa», las iniciales con ese coro tan hermoso y doloroso que acaba con el desmayo del oriental deslumbrado por la misma belleza, la visita nocturna con candelabros al Palacio de la Princesa entre estatuas, galerías y pinturas o la fugaz aparición de Fanny Ardant, cuasi como si de un espíritu soñador se tratara. Sin embargo todos esos momentos inolvidables y muchos otros no están exentos de una insondable profundidad. Se nos habla de la apariencia, del vacío de la vida que uno cubre con autoengaños, de la crítica al «artista» que no es más que un falso ídolo que ofrece frivolidades enmascaradas de arte a cualquier crédulo que se tercie (tal que la niña pintora o la artista conceptual), pero sobre todo se nos habla de la amargura, del hastío ante la rutina y la completa pérdida de los valores que nos caracteriza como humanos. En definitiva, del paso del tiempo, de la vida y de la muerte, todo un viaje. Como dice Romano, el más cercano de los amigos de Gambardella, «¿Qué tenéis en contra de la nostalgia, eh? Es la única distracción posible para quien no cree en el futuro».

La música la utiliza Sorrentino de manera brillante, tanto si se trata de las desenfrenadas fiestas orgiásticas en las terrazas como de las sensuales y sugerentes melodías musicovocales que complementan las imágenes de suave vivacidad que impregnan el montaje. Asimismo recuerdo secuencias introspectivas que poseen un mundo onírico muy particular. Ahora que lo pienso eso es exactamente lo que me sugiere el metraje, como la nitidez que me lleva a la escena de la jirafa o el decisivo encuentro adolescente en el faro. Toni Servillo, como bien dije antes, está inmenso en la composición de un personaje complejo con muchas capas de cebolla, no demasiado expresivo, difícil de defender, que mira hacia su interior más íntimo aunque tenga mucha gente alrededor. Memorable el rapapolvo que le echa a Stefá, una de sus amigas compañeras de viaje (por cierto, la mujer lo pedía a gritos). Y qué decir de todo el elenco, inconmensurable en su fragilidad cubierta de oropeles y alamares.

Habrá quien piense que esta película es un tostonazo de padre y muy señor mío, incluso un acto de esnobismo innecesario, idea que respeto. O sea, que caería en lo mismo que está criticando. Aún voy más allá y digo que este escrito mío podría resultar también un trasunto de banalidad barata. Estamos ante el síndrome de las matriuskas o muñecas rusas, una idea que contiene otra y así hasta el infinito. Está claro que la objetividad no existe y como yo soy el que suscribo, afirmo que no hay el menor atisbo de frivolidad ni en la forma ni en el fondo. El cine de Sorrentino como el de todos los autores tiene una característica esencial: posee un mundo propio. Eso hace que les tenga máximo respeto, tanto por los autores como por sus universos, me gusten o no. Más no quita que tomes partido, o bien los defiendes a muerte o bien los fusilarías al amanecer tras juicio sumarísimo. En lo que a mí respecta, si en otra vida hubiera sido emperador romano de los de toga y triclinio en días de pan y circo, mi pulgar siempre apuntaría hacia el firmamento. Los leones con el de Nápoles estarían siempre en ayunas. ¡Alea jacta est!

¿Y si durmieras? ¿Y si en tu sueño soñaras? ¿Y si soñaras que ibas al cielo y allí recogieras una extraña y hermosa flor? ¿Y si cuando despertaras tuvieras la flor en tu mano? Ay amigo, ¿entonces qué?

La Santa «in accione»

P.d. Si habéis leído esto, sois la resistencia…

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