Desde la ventana que iluminaba mi leonera hace unos años vi en ocasiones algunas escenas que me ponían mi inexistente pelo de punta. Palizas que incluían patadas en la cara y resto del cuerpo, persecuciones a ciudadanos indefensos. A pie de calle vi a críos que no despegaban más de quince años del calendario pedir «un gramito» -como si fuese una divertidísima broma- a dependientes de comercios que los aguantaban estoicamente. Para colmo, todavía hay quien arremete contra la policía cuando actúa. Hay gente «pa tó».

He visto romper botellas en la cabeza de alguien en plena feria. Ya sé que en este mundo hay tropelías mucho peores, pero con todo esto tengo suficiente.

Hubo en mi vida una etapa en la que creí en la virtud de la no violencia. De hecho, durante mi primer año de carrera, hice un trabajo fin de curso sobre Gandhi, estaba convencido de que el camino hacia la paz pasaba por la vía que transitó el hindú. Vamos, que Hollywood me había comido el coco. Y por supuesto, valga mi admiración hacia el Mahatma en aquel contexto histórico de fines del imperio británico.

Hoy, miro hacia atrás y no puedo evitar sonrojarme un poco por mi actitud naif. No digo que vayamos por la vida tomándonos la justicia por nuestra mano, pero reconozco que el cuerpo me pide muchas veces meterme en la piel de Robert de Niro en Taxi Driver y poner a más de uno en el lugar que le corresponde.

O… en la de Clint Eastwood, por supuesto.

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Por José Manuel Lasanta Besada

Licenciado en Ciencias de la Información, Periodismo, que se creyó Don Quijote, chocó con los molinos a las primeras de cambio, se levantó, y aquí sigue.

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