LEÑA AL MONO QUE ES DE GOMAEVA
Quiero comenzar este artículo con fuerza, la fuerza de Tarzán de los monos saltando de liana en liana y sin amigdalitis, al menos por hoy. Me había propuesto hablar de una sola película pero se me ha cruzado esta idea y la vena reivindicativa ha flameado dentro de mí. No sólo las chicas son guerreras, los chicos damos también mucha guerra aunque en ocasiones nos pasemos de frenada. Y es que voy a darle lomo en caña a España y a los españolitos de a pie. Los críticos de cine son punto y aparte, a esos los entiendo, sean o no de mi cuerda. Metafóricamente hablando, con lo rico que está un buen helado de mango y nutellino y la gente se queda con que sólo es hielo de colores…
Hace unos años llegamos Nuria y yo a casa; en Versión española estaban emitiendo El cónsul de Sodoma (2009), del director catalán Sigfrid Monleón. No me puse a verla, ya que como Woody Allen afirma «aún me encuentro en el período de latencia y tengo que contemplar una película desde que aparece el nombre de la productora hasta que concluyen los títulos de crédito». La había visto en salas en su estreno y me cautivó. Me pareció la mejor del año. Cuando me sienta inspirado, más pronto que tarde, hablaré de ella. Esa noche de domingo me dio por pensar cuán injustos son los españoles con el cine que se ha hecho y se hace entre estos tres mares u océanos en que se enmarca nuestro país. Yo también tuve la fortuna de nacer en la antigua Hispania, pero compatriotas, para determinadas cosas parecéis de Saturno, la verdad, dais vergüenza ajena. Ahora que pienso en voz alta, en realidad me siento un ciudadano del mundo con pensamiento liberal. A los patrioteros norteamericanos del norte no, mas a los franceses sí que los admiro por defender como defienden lo suyo. Preservan su cultura y tradición de manera admirable y respetan a sus iconos de una forma reverencial, no escondiendo su lado vulnerable y tenebroso. Mucho tendríamos que aprender de ellos y del mal llamado chauvinismo.
A lo que voy. Aparte de la película que abrió la espita a esa idea encerrada en mi cabeza de botijo, reconozco que el subjetivo punto de vista llevaba fraguándose muchos años en mi subconsciente, lo que ocurre es que no fue alumbrado hasta el instante en que La2 de TVE comenzó a emitir todas las noches primaverales y laborables de hace un tiempo el programa Historia de nuestro cine, sin necesidad de epidural o trepanación alguna. Fue y es un enorme acierto porque aún continúa, en este momento los viernes en sesión doble en torno a un tema en concreto. Ya sabía de la riqueza y diversidad del cine español, pero incluso así muchas veces he descubierto joyas desconocidas, he logrado visionar otras «malditas» a las que nunca había tenido acceso y desde luego he revisitado magníficas obras anteriormente disfrutadas.
La lista sería larga e injusta porque me olvidaría de muchos títulos. Intentaré ser austero en mi palabrería. Lancémonos al ruedo. Comenzaré con la guinda del pastel, que no es otra que El mundo sigue (1963), una verdadera maravilla del más grande y renacentista de nuestros artistas cinematográficos, Fernando Fernán-Gómez. Se realizó al mismo tiempo que La gran familia (1962). Eran dos realidades de una época muy concreta de nuestro país, tan diferentes y a la vez tan complementarias. La primera era la verdad que no se quería mostrar, llevándola a extremos shakesperianos, y la segunda era lo que se deseaba promover, básicamente la unidad familiar indivisible como sancta-sanctorum del régimen franquista. Hablando de Fernán-Gómez, en cualquier otro lugar sería adorado como un dios, sin embargo aquí siempre se le recuerda como un tipo con mal genio debido a un puñado de anécdotas archiconocidas (todo un inteligente montaje por su parte).
Década por década intentaré aportar mi granito de arena para defender con una pincelada de luz y subjetividad a este nuestro cine, tan vilipendiado sin motivo por correveidiles y lametraserillos de los yanquis. Y lo peor es que pasa de padres a hijos en un absurdo legado sin fin.
Filmes de los 30 y 40 como Embrujo (1948), con Lola Flores y Manolo Caracol en estado de gracia y un arte que no se podía aguantar, Carmen la de Triana (1938), magnífica versión del mito con la gran Imperio Argentina o Suspiros de España (1939) con Estrellita Castro y el pasodoble homónimo que canta en el barco caminito de ultramar y me pone los pelos como escarpias fueron grandes descubrimientos. En otro tono, siempre brillante Edgar Neville, uno de los grandes, como ejemplos La vida en un hilo (1945), El crimen de la calle de Bordadores (1946) o la inclasificable La torre de los siete jorobados (1944). Quien no haya oído hablar de este singular cineasta y de su musa, actriz y pareja sentimental Conchita Montes no sabe lo que se pierde.
De los 50 y 60 me sorprendieron Los culpables (1962), de Josep María Forn, oscura historia de mentiras que acaba como el rosario de la aurora, un primer Carlos Saura en Los golfos (1959), narrando a ladronzuelos en los arrabales de Madrid con el toreo como telón de fondo, El camino (1963) de Ana Mariscal, retrato costumbrista de la infancia de Daniel «el mochuelo» y su mundo de pueblo adaptando a Miguel Delibes, Condenados (1953), con una pasional Aurora Bautista, La busca (1966), de Angelino Fons, un recuerdo del primer Pier Paolo Pasolini con Emma Penella y Jacques Perrin, La niña de luto (1964), del minusvalorado Manuel Summers o Nueve cartas a Berta (1966), ese mundo personal del Basilio Martín Patino que empezaba a surgir junto con otros compañeros de generación. Volví a saborear las mieles de Calle mayor (1956) y Muerte de un ciclista (1955), dos de las cumbres de Juan Antonio Bardem además de representar esa crueldad y podredumbre moral de la España de la época, o también esas dos rarezas que son El cebo (1958) de Ladislao Vajda y El extraño viaje (1964), de nuevo de Fernando el limeño. Calabuch (1956) y Plácido (1961) son punto y aparte. Muy diferentes entre sí, me comería con gusto medio artículo babeando sobre la vida y milagros de don Luis García Berlanga, pero aún no estoy senil, además hablé de él hace unos meses en un tríptico donde volqué mi emoción y mi verdad sobre este valenciano de pro que sin quererlo se convirtió en universal.
Con este programa, que según tengo entendido va a durar, he notado que tenía cuentas pendientes con el cine de los 70. Filmes malditos por la imposibilidad, por fas o por nefas, de disfrutarlos durante décadas, como El amor del capitán Brando (1974), del maestro Jaime de Armiñán, del cual revisité Mi querida señorita (1972), ambas valientes propuestas y atrevidas historias de amor. Más títulos fueron Hay que matar a B (1974), del poco prolífico pero estupendo José Luis Borau o Los pájaros de Baden-Baden (1975), de otro director plagado de coherencia, talento y sobriedad como Mario Camus, al que revisité en la no menos hermosa Los días del pasado (1977), con la madura Pepa Flores y Antonio Gades. Españolas en París (1971) de Roberto Bodegas, como fiel representante de la llamada «Tercera vía» fue una alegría. Como cintas ya vistas pero que con la edad de madurito interesante y el carisma que desprendo se ven con otra mirada, disfruté, reí, lloré y me emocioné de nuevo con Cría cuervos (1976), del versátil, genial y poliédrico cineasta Carlos Saura, presente cuando le venga en gana década tras década, que resulta ser aragonés y no está suficientemente valorado en este país, El anacoreta (1976), ese extraño cuento del peculiar Juan Estelrich con guión de Rafael Azcona, o Un hombre llamado Flor de Otoño (1978) dura pero hermosa historia dirigida por Pedro Olea, con un José Sacristán que por fin está siendo reconocido como uno de los más grandes cómicos de nuestro cine, de ahí que su talento revestido de sencillez aparezca en tantas y tantas obras maestras. A buenas horas mangas verdes, diría el de Chinchón.
A caballo (nunca mejor dicho) entre los 70 y 80 se encuentra Arrebato (1980), esa singular cinta de Iván Zulueta, que si te dejas llevar por ella te transportará a un mundo que merece la pena ser vivido. Toda una experiencia. Para eso hay que tener mente abierta y no estrechez de miras. O también Gary Cooper que estás en los cielos (1980), de la valiente Pilar Miró, que contaba a pecho descubierto su experiencia de vida, traumas y trabajo, que a veces se confunden en una misma cosa. Hablando ya de los 80, descubrí Tata mía (1986), también de Borau, una agradable sorpresa o Mambrú se fue a la guerra (1986), una triste historia de don Fernando Fernán-Gómez, con su pareja Emma Cohen extraordinaria junto a un elenco fantástico. Redescubrimientos tras muchos años como Epílogo (1984), del literario y magnífico creador de ambientes Gonzalo Suárez o Valentina (1982) y 1919: Crónica del alba (1983), la primera tierna y melancólica, la segunda dura y reivindicativa, ambas basadas en las novelas de la saga Crónica del alba de Ramón J. Sender, hicieron que la magia inundara noches inolvidables.
Como excepción que confirma la regla, otro caballo aún más galopante entre las décadas de los 70, 80 y 90 se transformó en un tipo especial. Alguien que por sí sólo merece un monumento, que con únicamente tres largometrajes y algunos cortos ha elevado el cine a la categoría de arte y reflexión. El vizcaíno Víctor Erice, con El espíritu de la colmena (1973), El sur (1983) y El sol del membrillo (1992) es la perla más delicada, hermosa y poética de nuestro océano. Momentos como el descubrimiento del monstruo por parte de la niña protagonista, el pasodoble que bailan padre e hija en la comunión de ésta o el proceso de creación de una obra de arte en el tiempo que se precisa habitarán en mí allá donde me encuentre. Una verdadera pena que no haya podido rodar más, supongo que eso forma parte también de su encanto y misterio.
De los 90 en adelante poco nuevo que llevarse a la boca. A toda esa nueva generación de cineastas tremendamente personales, con mundos interiores brillantes y muy diferentes entre sí los vi «en er vivo y en er diresssto» de la sala oscura, mas en esta ocasión sin las dos velas negras. Luego los reviviría en el programa homenajeado aquí. Alejandro Amenábar con Tesis (1996) me dio un vuelco al corazón y supe que podíamos realizar cine de género con plenas garantías. De ese mismo año fue Familia (1996), de otro novato que empezó a conquistarme con su mirada. Era Fernando León de Aranoa, con sus camisetas raídas y su pelo sucio, como acabado de levantar. Tres directores vascos que iniciaron su andadura en el largo a principios de los 90 y me enamoraron nada más vislumbrar sus particulares universos fueron Juanma Bajo Ulloa con La madre muerta (1993), Julio Medem, el hombre palíndromo de las causalidades casuales, con La ardilla roja (1993) y Álex de la Iglesia con El día de la bestia (1995). Las tres eran segundas obras maestras tras sus impactantes óperas primas, Alas de mariposa (1991), Vacas (1992) y Acción mutante (1993) respectivamente. Y el siglo concluyó con Pedro Almodóvar, siempre Almodóvar. La sombra de Pedro es tan alargada como la del ciprés. Todo sobre mi madre (1999) es un viaje emocional y físico que debería ser inyectado en vena en el momento en que tuviésemos uso de razón y sensibilidad en nuestra piel. Para que aprendiéramos a saber sufrir. Catártica no, lo siguiente.
Hay muchos más filmes pero estos son los que me han ido surgiendo sobre la marcha. Espero no haberos aburrido con tanto dato y tanto nombrecito, no deja de ser un acto de agradecimiento a La2 y un homenaje sincero a un pedacito de nuestro arte. Este alegato disgustará a algunos, a otros les apetecerá, es simple y llanamente lo que pienso, sin trampa ni cartón. De pocas cosas me siento orgulloso en la vida, lo estoy de escribir lo que escribo, sobre todo cómo lo escribo. No es cuestión de ser hipócrita, me sale con cierta facilidad y poseo un estilo propio, y eso es muy bonito. En una cita de la película de Almodóvar arriba referida, el personaje de Manuela interpretada de forma magistral por Cecilia Roth, cuando le regala al hijo por su cumpleaños un ejemplar de Música para camaleones de Truman Capote, lee:
«Prefacio. Empecé a escribir cuando tenía ocho años. Entonces no sabía que me había encadenado de por vida a un noble pero implacable amo. Cuando Dios le entrega a uno un don también le da un látigo, y el látigo es únicamente para autoflagelarse». Salvando las distancias entre Capote y yo, entre su genialidad y mi pasión, asimismo tengo un látigo…de cinco puntas. Pues eso.
P.d. Si habéis leído esto, sois la resistencia…
Me encantas cuando desatas las puntas de ese látigo y te lías a dar a siniestro y diestro. Aunque he de decir que me encantas casi siempre. Admiro tu cultura, tu honestidad combativa. Estoy orgulloso de tu amistad a pesar de mis «montañas rusas» (P.S. del J dixit). Aunque… ya sabes, el Barroco y yo… Soy más del Impresionismo.
Sigue acariciando las teclas por favor. Y si el látigo restalla sobre la pantalla, pues mejor.